miércoles, 11 de julio de 2018

El triunfo de Sísifo




Hybris. Desmesura. En la mitología griega estaba asociada al intento de los hombres de transgredir los límites impuestos por los dioses. Ese fue el pecado de Ícaro, Narciso, Prometeo. Y de Sísifo. El corintio fue más ambicioso que los otros: intentó ser inmortal. Fracasó en todos sus intentos, por supuesto, y, por su rebeldía, fue condenado a arrastrar una pesada piedra por la ladera de una montaña. Cada vez que alcanzara la cima la piedra rodaría cuesta abajo y él tendría que subirla de nuevo. Y así, por toda la eternidad.

Hasta el 1 de julio, en Andrés Manuel López Obrador convergían las dos interpretaciones clásicas del mito de Sísifo, la de Lucrecio, quien relaciona su trabajo monótono y estéril con el del político desgraciado “que se obstina por conseguir el poder y no lo consigue nunca”, y la de Albert Camus, más optimista, que le admirará casi como un héroe porque en su tediosa labor habría hallado el propósito de su vida, “pues el esfuerzo mismo por alcanzar la cima basta para llenar su corazón”. Como a Sísifo, a López Obrador los dioses de la-mafia-del-poder le habían condenado, por su rebeldía, a ser oposición eternamente. Siendo priísta en Tabasco, los suyos le negaron hacer carrera acusándole de ser marxista-leninista; siendo jefe de gobierno del Distrito Federal, Vicente Fox le inventó un juicio de desafuero para descarrilar sus aspiraciones presidenciales; en 2006, Felipe Calderón le ganó al presidencia, “haiga sido como haiga sido”.

A diferencia de Sísifo, y por fortuna para su causa, López Obrador no tendrá que pasar la eternidad arrastrando la piedra. En su tercer intento, ¡por fin!, los dioses de la-mafia-del-poder le han permitido colocarla en la cima. Así funcionan las cosas en nuestra mitología: son los dioses quienes dan y quitan. El dios supremo Enrique Peña Nieto, muy a la altura de las circunstancias, se apresuró a ponerse a sus órdenes para asegurar “una transición ordenada y eficiente”. El éxito de López Obrador, sin embargo, no debe demeritarse: obtuvo el 53% de la votación, 30 millones de votos, ganando en 31 de las 32 entidades federativas, en 3 de cada 4 distritos, en 7 de cada 10 casillas; arrastrados por su ola, sus candidatos ganaron 5 de 9 gubernaturas y 314 ayuntamientos, incluidas 11 capitales, y el control de 18 congresos locales, además de 319 de 500 diputaciones y 69 de 128 senadurías. Nunca, ningún presidente de México tuvo tanta legitimidad de origen.

Reconciliado con los dioses de la-mafia-del-poder y con un capital político extraordinario, López Obrador conducirá a México, dice, hacia su cuarta transformación. Ésta tendría que ver con el restablecimiento del Estado de Derecho, cosa que solo puede ser mediante el fortalecimiento de las instituciones aunque esto contradiga la lógica lopezobradorista/alamanista del poder; con un combate real a la corrupción; con una nueva cultura de Derechos Humanos, pero, sobre todo, tendría que ver con una nueva configuración de la clase gobernante. La violencia que sufrimos nos colocaría más que camino hacia una cuarta transformación, en una segunda etapa de su antecedente inmediato, la Revolución. Como en 1928, es preciso que las fuerzas políticas se constituyan en un nuevo parlamento que ponga orden al caos reglamentado los accesos y el reparto del poder, pactando los poderes formales y fácticos del Estado, recuperándose el espíritu de la Constitución de 1917. La cuarta transformación, bromean, ¡pero del PRI!…

Hemos entendido mal a Andrés Manuel López Obrador. Igual que el objetivo de Sísifo nunca fue alcanzar la cima de la montaña sino ser inmortal, el objetivo de López Obrador nunca ha sido alcanzar el poder sino ocupar un lugar en los altares junto a Hidalgo, Juárez y Madero —¡ay, güey! —.

El nuevo reto será del tamaño del triunfo. A partir del 1 de diciembre, los muertos producto de la violencia, los funcionarios corruptos, ineptos, ineficientes; las marchas, plantones, bloqueos irán a su cuenta. No será lo mismo acompañar la protesta social desde la calle que resolver desde palacio. Ésta vez no habrán enemigos reales ni imaginarios que muevan ninguna cuna.

Francisco Baeza [@paco_baeza_]. 11 de julio de 2018.

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miércoles, 11 de julio de 2018

El triunfo de Sísifo




Hybris. Desmesura. En la mitología griega estaba asociada al intento de los hombres de transgredir los límites impuestos por los dioses. Ese fue el pecado de Ícaro, Narciso, Prometeo. Y de Sísifo. El corintio fue más ambicioso que los otros: intentó ser inmortal. Fracasó en todos sus intentos, por supuesto, y, por su rebeldía, fue condenado a arrastrar una pesada piedra por la ladera de una montaña. Cada vez que alcanzara la cima la piedra rodaría cuesta abajo y él tendría que subirla de nuevo. Y así, por toda la eternidad.

Hasta el 1 de julio, en Andrés Manuel López Obrador convergían las dos interpretaciones clásicas del mito de Sísifo, la de Lucrecio, quien relaciona su trabajo monótono y estéril con el del político desgraciado “que se obstina por conseguir el poder y no lo consigue nunca”, y la de Albert Camus, más optimista, que le admirará casi como un héroe porque en su tediosa labor habría hallado el propósito de su vida, “pues el esfuerzo mismo por alcanzar la cima basta para llenar su corazón”. Como a Sísifo, a López Obrador los dioses de la-mafia-del-poder le habían condenado, por su rebeldía, a ser oposición eternamente. Siendo priísta en Tabasco, los suyos le negaron hacer carrera acusándole de ser marxista-leninista; siendo jefe de gobierno del Distrito Federal, Vicente Fox le inventó un juicio de desafuero para descarrilar sus aspiraciones presidenciales; en 2006, Felipe Calderón le ganó al presidencia, “haiga sido como haiga sido”.

A diferencia de Sísifo, y por fortuna para su causa, López Obrador no tendrá que pasar la eternidad arrastrando la piedra. En su tercer intento, ¡por fin!, los dioses de la-mafia-del-poder le han permitido colocarla en la cima. Así funcionan las cosas en nuestra mitología: son los dioses quienes dan y quitan. El dios supremo Enrique Peña Nieto, muy a la altura de las circunstancias, se apresuró a ponerse a sus órdenes para asegurar “una transición ordenada y eficiente”. El éxito de López Obrador, sin embargo, no debe demeritarse: obtuvo el 53% de la votación, 30 millones de votos, ganando en 31 de las 32 entidades federativas, en 3 de cada 4 distritos, en 7 de cada 10 casillas; arrastrados por su ola, sus candidatos ganaron 5 de 9 gubernaturas y 314 ayuntamientos, incluidas 11 capitales, y el control de 18 congresos locales, además de 319 de 500 diputaciones y 69 de 128 senadurías. Nunca, ningún presidente de México tuvo tanta legitimidad de origen.

Reconciliado con los dioses de la-mafia-del-poder y con un capital político extraordinario, López Obrador conducirá a México, dice, hacia su cuarta transformación. Ésta tendría que ver con el restablecimiento del Estado de Derecho, cosa que solo puede ser mediante el fortalecimiento de las instituciones aunque esto contradiga la lógica lopezobradorista/alamanista del poder; con un combate real a la corrupción; con una nueva cultura de Derechos Humanos, pero, sobre todo, tendría que ver con una nueva configuración de la clase gobernante. La violencia que sufrimos nos colocaría más que camino hacia una cuarta transformación, en una segunda etapa de su antecedente inmediato, la Revolución. Como en 1928, es preciso que las fuerzas políticas se constituyan en un nuevo parlamento que ponga orden al caos reglamentado los accesos y el reparto del poder, pactando los poderes formales y fácticos del Estado, recuperándose el espíritu de la Constitución de 1917. La cuarta transformación, bromean, ¡pero del PRI!…

Hemos entendido mal a Andrés Manuel López Obrador. Igual que el objetivo de Sísifo nunca fue alcanzar la cima de la montaña sino ser inmortal, el objetivo de López Obrador nunca ha sido alcanzar el poder sino ocupar un lugar en los altares junto a Hidalgo, Juárez y Madero —¡ay, güey! —.

El nuevo reto será del tamaño del triunfo. A partir del 1 de diciembre, los muertos producto de la violencia, los funcionarios corruptos, ineptos, ineficientes; las marchas, plantones, bloqueos irán a su cuenta. No será lo mismo acompañar la protesta social desde la calle que resolver desde palacio. Ésta vez no habrán enemigos reales ni imaginarios que muevan ninguna cuna.

Francisco Baeza [@paco_baeza_]. 11 de julio de 2018.

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