La palabra sátrapa deriva del
persa xšaθrapā, protector de la provincia. Su origen se
remonta al s. VI a. C., a la época en la que Ciro destronó al rey medo
Astiages, abuelo suyo, y fundó el Imperio Aqueménida el cual en muy poco tiempo
se convirtió en el impero más grande conocido hasta entonces, extendiéndose
desde la península de los Balcanes hasta el río Indo. Tan grande era el imperio
que para administrarlo, Ciro lo dividió en provincias autónomas y dio a sus
gobernadores autoridad para actuar en su nombre en lo concerniente a la
hacienda, a la justicia, a la política. El poder de estos delegados
plenipotenciarios fue tan excesivo y sus escrúpulos tan pocos que la
palabra sátrapa se corrompió y quedó permanentemente asociada
a los peyorativos dictador, tirano, déspota.
Hace unos días, Andrés Manuel López Obrador presentó a
sus sátrapas, en el sentido original del término. La propuesta de desaparecer
las delegaciones federales y crear coordinaciones estatales, pendiente del
trámite para su aprobación en la Cámara de Diputados, peccata minuta,
implicaría una reestructuración administrativa y política profunda en la
relación entre el gobierno federal y los estados. En lo administrativo, asegura
López Obrador, su objetivo sería “reducir la burocracia del gobierno federal”.
No es una mala idea considerando que la burocracia federal obesa no solo cuesta
muchos pesos al contribuyente sino que, peor, conlleva a la opacidad, a la
corrupción y a la poca eficiencia en el manejo de los recursos. En lo político
su objetivo sería establecer una conexión directa entre López Obrador y el
pueblo, un único intermediario en cuya oficina se concentrarían todas las
decisiones tocantes al destino de los recursos federales, por aquello de que
“los gobiernos no están del lado del pueblo porque están desconectados
del pueblo”. El delegado, elegido digitalmente, acumularía, pues, un poder
político inconmensurable.
En la práctica la cohabitación entre los coordinadores
estatales y los gobernadores no pinta sencilla. En política, el timeing nunca
es casualidad. López Obrador presentó a sus sátrapas en la víspera de su
reunión con la CONAGO. El mensaje interlineado iría en dos sentidos: a la
CONAGO, en lo colectivo, le recordaría que su mera existencia es
inconstitucional porque atenta contra lo dispuesto por el Artículo 117, el cual
señala que los estados no pueden “celebrar alianzas, tratados o coaliciones
entre sí”; a los gobernadores, en lo particular, les avisaría que estarían
sometidos a la autoridad sus delegados, que es la suya, porque, en efecto, les
retiraría la facultad de disponer a su personalísima discreción de los
millonarios recursos federales que durante dos décadas les han ayudado a
erigirse como caciques locales. La complicidad necesaria entre los muy
generosos gobiernos federales y los muy merecedores de abundancia gobernadores
ha hecho posible a Borge, a Duarte, al otro Duarte, a Moreira, a Moreno Valle,
a Yarrington…
La propuesta de una nueva relación administrativa y política
entre el gobierno federal y los estados, por otro lado, abrirá o debería abrir
el debate sobre el futuro del pacto federal. Los coordinadores estatales
rayarían en la inconstitucionalidad porque, a pesar de que se les ha sido
descritos como figuras meramente administrativas y no políticas para librarse
de molestas impugnaciones, atentarían contra el espíritu del federalismo,
resumido en el Artículo 40 constitucional, el cual señala que los estados son
“libres y soberanos”. ¿Qué libertad y soberanía le quedaría a los gobernadores
si el presidente gobernara directamente sus estados vía sus delegados? Las
anomalías constitucionales resultantes de la imposición de los coordinadores
estatales solo podrían resolverse mediante una discusión abierta. La ambigüedad
conduciría, irremediablemente, al conflicto…
La lista de sátrapas de Andrés Manuel López Obrador,
nuestro moderno Ciro, no incluye perfiles administrativos sino solo políticos,
lo cual revela sus verdaderas intenciones. Todos los listados son lealísimos al
virtual presidente electo; muchos fueron o son aspirantes al gobierno de sus
estados, v. gr. Delfina Gómez, en el Estado de México;
de Carlos Lomelí, en Jalisco o de Rodrigo Abdala, en Puebla.
A Abdala le están apedreando el rancho. ¿Serán las penúltimas
piedras del conflicto postelectoral local o las primeras de la muy adelantada
lucha fratricida que se viene? Veremos.
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