Resiliencia, palabrita de moda, derivada del inglés resilience y éste, a su vez, derivado del latín resiliens, -entis. En ingeniería es “la capacidad de un material, mecanismo o
sistema para recuperar su estado inicial cuando ha cesado la perturbación a la
que había estado sometido”; en psicología es “la capacidad de adaptación de un
ser vivo frente a estados o situaciones traumáticas”.
El sistema político mexicano ha demostrado tener una
resiliencia extraordinaria. En las últimas tres décadas, ha sido sometido a
perturbaciones y traumas. El momento de mayor tensión ocurrió en 1987. El
salinismo significó la alteración brusca de los delicados equilibrios que
sostenían al sistema. La lucha fratricida en el terreno de lo ideológico/económico
entre el nacionalismo revolucionario y el neoliberalismo depredador se trasladó
al de lo político fracturando al PRI, al sistema en sí, en dos: uno, el de
Carlos Salinas de Gortari y Luis Donaldo Colosio, que repartía a su
tecnocrática discreción el pastel del poder, muy cargado a la derecha, al PAN,
con el que comenzó a concertacesionar; otro, el de veras, el de Cuauhtémoc
Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, que exigía una repartición justa y que al
negársela, se escindiría como la Corriente Democrática, la que se llamaría
luego PRD y luego, MORENA.
Andrés Manuel López Obrador, él mismo un probado
resiliente luego de dos sexenios de oposición sisífica a los dioses de
la-mafia-del-poder, encarna el reclamo histórico de aquella facción del PRI que
fue apartada del poder en 1987. La reconciliación nacional puesta en marcha
desde el primer minuto de un sexenio muy adelantado a su tiempo no es otra cosa
que la imposición, 30 millones de votos mediante, de un nuevo tlatoani, una nueva autoridad política y
moral a partir de cuya voluntad el sistema ha empezado a reconfigurarse. El
resultado electoral, producto de una combinación extraordinaria entre
encabronamiento y esperanza, y de los acuerdos políticos necesarios, invita a
imaginarnos la vuelta a un presidencialismo fuerte pero, como antiguamente, circunscripto
a los límites que le aplica el propio sistema, límites que, dicho sea de paso,
mantuvieron a nuestros presidentes alejados de tentaciones dictatoriales y libraron
a nuestro país de transiciones violentísimas del tipo de las que experimentaron
nuestros vecinos latinoamericanos.
El triunfo de López Obrador es, pues, el triunfo de un
sistema que, dice Julio Hernández, “debía corregir para no hundirse”. En la hora
del reencuentro con su historia, el sistema no se hundió llevándonos a todos
con él como auguraban las plumas de mal agüero; no se operó un fraude liberador
de tigres y diablos ni se estrelló la avioneta del descuidado puntero ni la
violencia, aunque inédita, puso en riesgo el desarrollo del proceso electoral —acaso porque su naturaleza no era política sino narcótica y huachicolera—. Al contrario, el sistema salió fortalecido; las instituciones
electorales estuvieron a la altura del reto de organizar la elección más grande
de nuestra historia, la derecha foxista, calderonista y empresarial hizo
hipócritas votos para que el archienemigo le calle la boca, incluso el
presidente, quién sabe si con un dejo de resignación, se puso a las órdenes del
ganador para garantizar “una transición ordenada y eficiente” —y luego fue a lamerse las heridas del malogrado sexenio a su feudo
mexiquense, usurpado sin oposición—. Después del 1 de
julio, ¿quién se atrevería a insinuar, siquiera, que lo nuestro no es una
democracia en la que cada voto cuenta y gobierna el que cuenta más?...
—Hay que aceptar el cambio y ceder lo que es imposible seguir
manteniendo —dijo Edmund Burke cuando comprendió que era imposible sostener el monopolio Whig.
—Cambiar para conservar —le parafraseó Jesús Reyes Heroles cuando el PRI,
lastrado por un cuarto de siglo de represión política e incertidumbre económica
y lastimado por las fracturas internas y por una oposición creciente, enfrentó
idéntico dilema.
La premisa sigue vigente tres décadas después: Cambiar (el sistema)
para conservar (el poder). Insinuemos, pues.
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