El presidencialismo mexicano tiene sus orígenes en el
México colonial, donde convergieron las estructuras de poder mexica y española
encontrándose, por un lado, los tlatoanis mexicas, quienes tenían autoridad
sobre los habitantes del Cem Anahuac, y los conquistadores
españoles, delegados de los reyes católicos, a quienes Rodrigo de Borja les
había conferido autoridad sobre los hombres y la tierra descubiertos “hacia el
occidente y mediodía, siguiendo una línea del polo ártico al polo antártico”.
Con ese antecedente histórico y cultural no resulta extraño que todos los
gobiernos posrevolucionarios hasta el de José López Portillo se caracterizasen
por la concentración del poder en muy pocas manos —en dos, para ser exactos—.
Durante éste periodo, el presidente de la República tenía autoridad sobre
hombres y espacios, controlaba los accesos y el reparto del poder.
No le falta razón a Andrés Manuel López Obrador cuando
recuerda que México “es un país presidencialista”. López Obrador aspira llevar
a cabo la cuarta transformación de México para lo cual escondito sine qua
non reeditar ese presidencialismo, concentrar el poder en muy pocas
manos —las suyas—. La autoridad que le hemos dado sobre hombres y espacios,
materializada en una legitimidad de récord emanada de ¡30 millones de votos! y
en una muy útil mayoría en la Cámara de Diputados y en el Senado, donde a las
bancadas de la aberrante coalición MORENA-PT-PES aún habría que añadirles
algunos radicales libres del PRI y del PRD, sin embargo, no será suficiente
para avanzar en la cuarta trasformación. El presidente electo necesitará,
además, del concierto de los poderes fácticos del Estado. Es el caso de los
gobiernos estatales, por ejemplo:
El presidencialismo es incompatible con el federalismo
irresponsable que ha hecho posible a los gobernadores-caciques surgidos en
2000, cuando un grupo de gobernadores priístas huérfanos de presidente fundó la
muy inconstitucional CONAGO. Manuel Camacho Solís ignoraba en qué se
convertirían los disciplinadísimos gobernadores cuando teorizó sobre la
construcción del Estado fuerte a partir del sometimiento de los poderes
fácticos (El poder: Estado o feudos políticos; Colegio de México, 1974), sin
embargo, sus ideas conservan vigencia y validez. López Obrador relee a Camacho
y le tapa un ojo al macho al proponer la descentralización administrativa del
gobierno federal, el adelgazamiento del cuerpo burocrático y el traslado de las
secretarías federales, al mismo tiempo que impone la recentralización del poder
mediante satrapías cuyos amos deberán enlazarle con el pueblo y destinar a su
discreción los recursos federales. Se intenta con ésta fórmula impedir a los
caciques conocidos y por conocer; a los Borge, a los Duarte, a los otros
Duarte, a los Moreira, a los Moreno Valle, a los Yarrington. Y a Luis Miguel
Barbosa.
El presidencialismo neocamachista es incompatible,
también, con los caudillos partidistas con aspiraciones a caciques o, diría
Gaetano Mosca, más preciso, con quienes intenten constituirse en sí mismos como
una nueva clase gobernante, “controlando los mecanismos partidistas y, por lo
tanto, quién y quién no participa en política”. La intentona de Barbosa de
apoderarse de MORENA implicará que su apelación a que López Obrador tenga la “voluntad política” para anular la
elección en Puebla caiga en saco roto. Al virtual presidente electo, los
barbosistas se le están saliendo del guacal; el excandidato, un político
experimentado y profesional y uno de los operadores políticos más hábiles y
talentosos de su generación, está moviendo sus fichas no solo en el partido
pero en el Congreso local, en el cabildo del estratégico ayuntamiento de la
capital, en los otros ayuntamientos amigos, en la calle… ¿Calculará el próximo
presidente de la República que es preferible tratar con una gobernadora de
oposición débil que con un gobernador del oficialismo fuerte? ¿Actuará en
consecuencia aún cuando ella usurpó lo que a él por voluntad popular le
correspondía? Al tiempo…
Apenas ha pasado un mes de la histórica elección del 1
de julio y Chihuahua 216, símil provisional de las Casas Nuevas de Moctezuma y
de la Alhambra de Fernando e Isabel, ya ha desplazado a Los Pinos como
epicentro del poder.
Por la escalinata de la casona rodará , parece, el
reclamo poblano de justicia que exaspera una transición aterciopelada.
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