martes, 4 de noviembre de 2014

Noviembre entre las tradiciones y el culto a la muerte Por Alejandro Armenta Mier.

DESDE LA TRINCHERA.

A través de la historia del hombre, el culto a los muertos se ha manifestado en diferentes culturas de Europa y Asia, como la china, la árabe o la egipcia, sin ser de menor importancia en las  culturas prehispánicas de América.
Por lo que la muerte es un personaje omnipresente en el arte mexicano donde la visión y la iconografía sobre la muerte son notables, mostrando una riquísima variedad representativa, que va desde su representación como diosa, protagonista de cuentos y leyendas, personaje crítico de la sociedad, o bien, en un sentido religioso.
Las culturas indígenas concebían a la muerte como una unidad dialéctica: el binomio vida-muerte, lo que hacía que la muerte conviviera en todas las manifestaciones de su cultura y que su símbolo o glifo apareciera por doquier.
Hoy en día, el culto a los muertos implica una conmemoración a nuestros familiares y amigos difuntos como una manifestación de amor, un culto que se practica en México desde 1800 a. C., siglos antes de la llegada de los españoles.
Dicha representación es quizá la tradición más importante de la cultura popular mexicana y una de las más conocidas internacionalmente; por lo que incluso es considerada y protegida por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad.
Para los indígenas la muerte no tenía la connotación moral de la religión católica, en la cual la idea de infierno o paraíso significa castigo o premio; los antiguos mexicanos creían que el destino del alma del difunto estaba determinado por el tipo de muerte que había tenido y su comportamiento en vida. Por citar algunos ejemplos, las almas de los que morían en circunstancias relacionadas con el agua se dirigían al Tlalocan, o paraíso de Tláloc; los muertos en combate, los cautivos sacrificados y las mujeres muertas durante al parto llegaban al Omeyocan, paraíso del Sol, presidido por Huitzilopochtli, el dios de la guerra; el Mictlán estaba destinado a los que morían de muerte natural;  los niños muertos tenían un lugar especial llamado Chichihuacuauhco, donde se encontraba un árbol de cuyas ramas goteaba leche para que se alimentaran.
Los entierros prehispánicos eran acompañados por dos tipos de objetos: los que en vida habían sido utilizados por el muerto y los que podía necesitar en su tránsito al inframundo.
En el siglo XVI, tras la Conquista, se introduce a México el cristianismo, donde la muerte adquiere otro matiz y se concibe la existencia del infierno. Por lo que los esfuerzos de la evangelización cristiana tuvieron que ceder ante la fuerza de muchas creencias indígenas, dando como resultado un catolicismo caracterizado por una mezcla de las religiones prehispánicas y la religión católica. En esta época se comenzó a celebrar el Día de los Fieles Difuntos, en ceremonias acompañadas por arcos de flores, oraciones, procesiones y bendiciones de los restos de fallecidos en las iglesias y con reliquias de pan de azúcar.
Esta armonía -entre las costumbres españolas e indígenas- originó lo que es hoy la fiesta del Día de Muertos, una celebración que no tiene un carácter homogéneo, sino que va añadiendo diferentes significados y evocaciones según el pueblo indígena o grupo social que la practique, construyendo así, una celebración que ha logrado mantener vivas sus antiguas tradiciones.
La fiesta de Día de Muertos se realizó el 31 de octubre mientras que el 1 y 2 de noviembre son días señalados por la Iglesia católica para celebrar la memoria de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos.
Desde luego, la esencia más pura de estas fiestas se observa en las comunidades indígenas y rurales, donde se tiene la creencia de que las ánimas de los difuntos regresan esas noches para disfrutar los platillos y flores que sus parientes les ofrecen en ofrendas, en donde se colocan coronas de cempasuchil sobre el marco de la puerta, o bien ramos de estas mismas flores en las esquinas de los altares, que se decoran con retratos de los fallecidos, velas, veladoras, cirios, pan de muerto, alimentos, frutos, semillas, agua, calaveritas de azúcar, pan, y café.
La muerte, en este sentido, no se enuncia como una ausencia ni como una falta, por el contrario, es concebida como una nueva etapa en la que se entiende a la muerte como un renacer constante en que  el muerto nos visita atraído por la luz, camina y observa el altar, huele, prueba y comparte con nosotros. No es un ser ajeno, sino una presencia viva.
Existen en el México moderno muchas tradiciones y costumbres extranjeras que hemos adoptado y que de alguna manera han enriquecido nuestra cultura, pero el día de muertos es una de las costumbres propias de nuestro país, representando nuestras raíces, nuestra cultura y nuestro vínculo con un pasado lleno de historia.

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martes, 4 de noviembre de 2014

Noviembre entre las tradiciones y el culto a la muerte Por Alejandro Armenta Mier.

DESDE LA TRINCHERA.

A través de la historia del hombre, el culto a los muertos se ha manifestado en diferentes culturas de Europa y Asia, como la china, la árabe o la egipcia, sin ser de menor importancia en las  culturas prehispánicas de América.
Por lo que la muerte es un personaje omnipresente en el arte mexicano donde la visión y la iconografía sobre la muerte son notables, mostrando una riquísima variedad representativa, que va desde su representación como diosa, protagonista de cuentos y leyendas, personaje crítico de la sociedad, o bien, en un sentido religioso.
Las culturas indígenas concebían a la muerte como una unidad dialéctica: el binomio vida-muerte, lo que hacía que la muerte conviviera en todas las manifestaciones de su cultura y que su símbolo o glifo apareciera por doquier.
Hoy en día, el culto a los muertos implica una conmemoración a nuestros familiares y amigos difuntos como una manifestación de amor, un culto que se practica en México desde 1800 a. C., siglos antes de la llegada de los españoles.
Dicha representación es quizá la tradición más importante de la cultura popular mexicana y una de las más conocidas internacionalmente; por lo que incluso es considerada y protegida por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad.
Para los indígenas la muerte no tenía la connotación moral de la religión católica, en la cual la idea de infierno o paraíso significa castigo o premio; los antiguos mexicanos creían que el destino del alma del difunto estaba determinado por el tipo de muerte que había tenido y su comportamiento en vida. Por citar algunos ejemplos, las almas de los que morían en circunstancias relacionadas con el agua se dirigían al Tlalocan, o paraíso de Tláloc; los muertos en combate, los cautivos sacrificados y las mujeres muertas durante al parto llegaban al Omeyocan, paraíso del Sol, presidido por Huitzilopochtli, el dios de la guerra; el Mictlán estaba destinado a los que morían de muerte natural;  los niños muertos tenían un lugar especial llamado Chichihuacuauhco, donde se encontraba un árbol de cuyas ramas goteaba leche para que se alimentaran.
Los entierros prehispánicos eran acompañados por dos tipos de objetos: los que en vida habían sido utilizados por el muerto y los que podía necesitar en su tránsito al inframundo.
En el siglo XVI, tras la Conquista, se introduce a México el cristianismo, donde la muerte adquiere otro matiz y se concibe la existencia del infierno. Por lo que los esfuerzos de la evangelización cristiana tuvieron que ceder ante la fuerza de muchas creencias indígenas, dando como resultado un catolicismo caracterizado por una mezcla de las religiones prehispánicas y la religión católica. En esta época se comenzó a celebrar el Día de los Fieles Difuntos, en ceremonias acompañadas por arcos de flores, oraciones, procesiones y bendiciones de los restos de fallecidos en las iglesias y con reliquias de pan de azúcar.
Esta armonía -entre las costumbres españolas e indígenas- originó lo que es hoy la fiesta del Día de Muertos, una celebración que no tiene un carácter homogéneo, sino que va añadiendo diferentes significados y evocaciones según el pueblo indígena o grupo social que la practique, construyendo así, una celebración que ha logrado mantener vivas sus antiguas tradiciones.
La fiesta de Día de Muertos se realizó el 31 de octubre mientras que el 1 y 2 de noviembre son días señalados por la Iglesia católica para celebrar la memoria de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos.
Desde luego, la esencia más pura de estas fiestas se observa en las comunidades indígenas y rurales, donde se tiene la creencia de que las ánimas de los difuntos regresan esas noches para disfrutar los platillos y flores que sus parientes les ofrecen en ofrendas, en donde se colocan coronas de cempasuchil sobre el marco de la puerta, o bien ramos de estas mismas flores en las esquinas de los altares, que se decoran con retratos de los fallecidos, velas, veladoras, cirios, pan de muerto, alimentos, frutos, semillas, agua, calaveritas de azúcar, pan, y café.
La muerte, en este sentido, no se enuncia como una ausencia ni como una falta, por el contrario, es concebida como una nueva etapa en la que se entiende a la muerte como un renacer constante en que  el muerto nos visita atraído por la luz, camina y observa el altar, huele, prueba y comparte con nosotros. No es un ser ajeno, sino una presencia viva.
Existen en el México moderno muchas tradiciones y costumbres extranjeras que hemos adoptado y que de alguna manera han enriquecido nuestra cultura, pero el día de muertos es una de las costumbres propias de nuestro país, representando nuestras raíces, nuestra cultura y nuestro vínculo con un pasado lleno de historia.

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