—Hay que aceptar el cambio y ceder lo
que es imposible seguir manteniendo —dijo Edmund Burke, cuando comprendió que
era imposible sostener el monopolio Whig. —Cambiar para conservar —dijo Jesús Reyes
Heroles, cuando el PRI, lastrado por un cuarto de siglo de represión política e
incertidumbre económica y lastimado por las fracturas internas y por una
oposición creciente, enfrentó idéntico dilema. Cambiar (el partido) para
conservar (el poder)…
El tricolor ha sido un partido en
constante evolución —o lo fue, al menos—: el Partido Nacional Revolucionario
(PNR, 1929-1938), el partido de partidos, trajo orden al caos revolucionario,
reglamentando el acceso y el reparto del poder; el Partido de la Revolución
Mexicana (PRM, 1938-1946) fortaleció sus sectores para dar paso al
corporativismo como un eficientísimo sistema de control social; el Partido
Revolucionario Institucional (PRI, desde 1946) institucionalizó las prácticas
antidemocráticas que ligaron al partido con la voluntad del presidente de la
República. Carlos Salinas de Gortari y Manuel Camacho Solís quisieron guiarlo
hacia su cuarta etapa. Los toficos concibieron un partido moderno, adaptado a
la competencia y a la normativa democrática; uno que pudiera ser hegemónico
incluso compitiendo en igualdad de condiciones con las otras fuerzas y en el
marco de elecciones limpias y apegadas a derecho. El partido de la Solidaridad sería,
en palabras del presidente, “el partido en el gobierno, no el
partido-gobierno”. La resistencia del ala dura del PRI abortaría sus planes.
En el inicio de su administración,
Enrique Peña Nieto tomó prestados muchos elementos de Salinas y Camacho; se
imagino presidente de un Estado fuerte enfatizando el protagonismo de un grupo
compacto y el sometimiento de los poderes fácticos. En cuanto a la
modernización del PRI, empero, los leyó al revés. Durante el sexenio, el
PRI no ha sido sino una máquina electoral ocupada en cumplir los compromisos
políticos suscritos por su líder de facto. El primer priísta del país llegó al poder
gracias al amasiato con el panismo, el cual le procuró una candidata a modo en
retribución por el puñado de votos que, antes, invirtió en su hucha. Por su naturaleza
concertacesionaria [sic, por Cervantes que debe estar
revolcándose en alguna tumba] y por la desgracia de tener un Peña Nieto atado
al cuello y por los escándalos que le hieren, éste PRI no es una fuerza
electoral competitiva. Los procesos electorales de 2015 y 2016 comprobaron que
es incapaz de ganar en solitario, que necesita del PVEM, del PANAL o del PT; en 2017, necesitará del PAN para retener el
Estado de México, su feudo…
—¡Cambiar para conservar! —insistiría
Jesús Reyes Heroles aún si no hubiese oportunidad de conservar el poder.
En 2018, el PRI se jugará no la
presidencia sino su supervivencia. La próxima desaparición y refundación
del tricolor es imperativa e impostergable pero incierta en tanto ocurrirá,
por primera vez, en tiempos de derrota.
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