—[La atmósfera del parlamento] es
turbia, como de taberna después de una noche crapulosa. No está ahí nuestro
sitio […] ¡Nuestro sitio está al aire libre, bajo la noche clara y las
estrellas! Seguramente, José Antonio Primo de Rivera sea el mejor exponente de
la utilización de la violencia como instrumento político. El fundador de la
Falange Española (FE) creía que para acceder al poder en la España republicana
no era admisible “otra dialéctica que la de los puños”. En su corta vida, la FE
se dedicaría a una campaña de desestabilización cuyo objetivo sería forzar la
caída del régimen azañista y que, en su clímax, terminaría con las vidas del
teniente José del Castillo y del monárquico alfonsino José Calvo Sotelo, en
represalia. El doble crimen convencería a los sectores más moderados de la
oposición, políticos y militares, de que el régimen, en efecto, había
colapsado. Días después, ocurrió el Alzamiento.
La utilización de la violencia como
instrumento político es cosa común en México, pues la debilidad institucional
facilita que el Estado sea tomado como rehén por agentes externos a él. Los
saqueos de enero, dirigidos por grupos organizados a los que se sumaron
ladrones comunes y de ocasión que aprovecharon la oportunidad inédita en un
siglo de delinquir sin consecuencias, se explican como parte de una campaña de
desestabilización cuyo objetivo era no derribar al régimen peñista, pero
condicionarlo. Aquello evidenció la fractura entre Enrique Peña Nieto y Carlos
Salinas de Gortari, consumada al arrebatársele a éste el monopolio de la
relación bilateral México-Estados Unidos y al apartársele de la carrera
presidencial en la que tenía anotada a su sobrina. Si el presidente pensaba
responsabilizar, luego, al concuñísimo José Antonio González Anaya de la muerte
de la gallina de los huevos de oro petrolera y birlar a su familia el negociazo
de la exploración y la explotación de hidrocarburos, la contraofensiva del
expresidente le hizo recular.
Con éste antecedente en mente, los
siguientes meses invitan más a la reflexión que al optimismo. Después de dos
décadas largas desde su última transición violenta, la de 1994, México aún no
ha exorcizado sus fantasmas. Rebasado el régimen peñista y con la tensión
política y social in crescendo, y, sobre todo, percibiéndose (casi)
inevitable un relevo presidencial que pasaría a retiro —y sin pensión— a
Salinas, acabándose para él, según Federico Berrueto, “la política y los negocios […] y los gobernadores que le abren
tesorería y le hacen homenajes, y los políticos que le visitan y le rinden
tributo real y figurado”, los rumorólogos adictos a los desenlaces trágicos han ido
recuperando las palabras favoritas de su glosario, magnicidio, golpe, Salinas.
El colapso del régimen peñista y el
resurgimiento violento del salinismo, especialmente si esto implicara un
desenlace trágico, no sería deseable para nadie, ni para el sacrificado en el
altar de Mammon, por supuesto, ni para el presidente, sospechoso habitual de
las teorías conspirativas. No lo sería, desde luego, para el país, porque lo
atraparía entre la espada y la pared del caos venezolano o la salida autoritaria.
Quienes sí podrían beneficiarse del desmadre nacional, sugiere Alberto Peralta,
serían quienes frente al establishment “dieran muestras de heroísmo y dignidad”. Hipócritamente, habría que
añadir…
Decía José Antonio Primo de Rivera que,
“al final, siempre ha sido un pelotón de soldados el que ha salvado a la
civilización”. Decía civilización por no decir Estado totalitario o nacionalsindicalismo o
alguna patraña fascista-católica de la época.
Con esa misma retórica engañosa hay
quienes hoy se dicen salvadores del Estado de Derecho por no decirse de la
política y los negocios de sus patrones.
Francisco Baeza [@paco_baeza_]. 17 de octubre de 2017.
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