martes, 17 de octubre de 2017

La violencia como instrumento político



—[La atmósfera del parlamento] es turbia, como de taberna después de una noche crapulosa. No está ahí nuestro sitio […] ¡Nuestro sitio está al aire libre, bajo la noche clara y las estrellas! Seguramente, José Antonio Primo de Rivera sea el mejor exponente de la utilización de la violencia como instrumento político. El fundador de la Falange Española (FE) creía que para acceder al poder en la España republicana no era admisible “otra dialéctica que la de los puños”. En su corta vida, la FE se dedicaría a una campaña de desestabilización cuyo objetivo sería forzar la caída del régimen azañista y que, en su clímax, terminaría con las vidas del teniente José del Castillo y del monárquico alfonsino José Calvo Sotelo, en represalia. El doble crimen convencería a los sectores más moderados de la oposición, políticos y militares, de que el régimen, en efecto, había colapsado. Días después, ocurrió el Alzamiento.
La utilización de la violencia como instrumento político es cosa común en México, pues la debilidad institucional facilita que el Estado sea tomado como rehén por agentes externos a él. Los saqueos de enero, dirigidos por grupos organizados a los que se sumaron ladrones comunes y de ocasión que aprovecharon la oportunidad inédita en un siglo de delinquir sin consecuencias, se explican como parte de una campaña de desestabilización cuyo objetivo era no derribar al régimen peñista, pero condicionarlo. Aquello evidenció la fractura entre Enrique Peña Nieto y Carlos Salinas de Gortari, consumada al arrebatársele a éste el monopolio de la relación bilateral México-Estados Unidos y al apartársele de la carrera presidencial en la que tenía anotada a su sobrina. Si el presidente pensaba responsabilizar, luego, al concuñísimo José Antonio González Anaya de la muerte de la gallina de los huevos de oro petrolera y birlar a su familia el negociazo de la exploración y la explotación de hidrocarburos, la contraofensiva del expresidente le hizo recular.
Con éste antecedente en mente, los siguientes meses invitan más a la reflexión que al optimismo. Después de dos décadas largas desde su última transición violenta, la de 1994, México aún no ha exorcizado sus fantasmas. Rebasado el régimen peñista y con la tensión política y social in crescendo, y, sobre todo, percibiéndose (casi) inevitable un relevo presidencial que pasaría a retiro —y sin pensión— a Salinas, acabándose para él, según Federico Berrueto, “la política y los negocios […] y los gobernadores que le abren tesorería y le hacen homenajes, y los políticos que le visitan y le rinden tributo real y figurado”, los rumorólogos adictos a los desenlaces trágicos han ido recuperando las palabras favoritas de su glosario, magnicidio, golpe, Salinas.
El colapso del régimen peñista y el resurgimiento violento del salinismo, especialmente si esto implicara un desenlace trágico, no sería deseable para nadie, ni para el sacrificado en el altar de Mammon, por supuesto, ni para el presidente, sospechoso habitual de las teorías conspirativas. No lo sería, desde luego, para el país, porque lo atraparía entre la espada y la pared del caos venezolano o la salida autoritaria. Quienes sí podrían beneficiarse del desmadre nacional, sugiere Alberto Peralta, serían quienes frente al establishment dieran muestras de heroísmo y dignidad”. Hipócritamente, habría que añadir…
Decía José Antonio Primo de Rivera que, “al final, siempre ha sido un pelotón de soldados el que ha salvado a la civilización”. Decía civilización por no decir Estado totalitario o nacionalsindicalismo o alguna patraña fascista-católica de la época.

Con esa misma retórica engañosa hay quienes hoy se dicen salvadores del Estado de Derecho por no decirse de la política y los negocios de sus patrones.

Francisco Baeza [@paco_baeza_]. 17 de octubre de 2017.

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martes, 17 de octubre de 2017

La violencia como instrumento político



—[La atmósfera del parlamento] es turbia, como de taberna después de una noche crapulosa. No está ahí nuestro sitio […] ¡Nuestro sitio está al aire libre, bajo la noche clara y las estrellas! Seguramente, José Antonio Primo de Rivera sea el mejor exponente de la utilización de la violencia como instrumento político. El fundador de la Falange Española (FE) creía que para acceder al poder en la España republicana no era admisible “otra dialéctica que la de los puños”. En su corta vida, la FE se dedicaría a una campaña de desestabilización cuyo objetivo sería forzar la caída del régimen azañista y que, en su clímax, terminaría con las vidas del teniente José del Castillo y del monárquico alfonsino José Calvo Sotelo, en represalia. El doble crimen convencería a los sectores más moderados de la oposición, políticos y militares, de que el régimen, en efecto, había colapsado. Días después, ocurrió el Alzamiento.
La utilización de la violencia como instrumento político es cosa común en México, pues la debilidad institucional facilita que el Estado sea tomado como rehén por agentes externos a él. Los saqueos de enero, dirigidos por grupos organizados a los que se sumaron ladrones comunes y de ocasión que aprovecharon la oportunidad inédita en un siglo de delinquir sin consecuencias, se explican como parte de una campaña de desestabilización cuyo objetivo era no derribar al régimen peñista, pero condicionarlo. Aquello evidenció la fractura entre Enrique Peña Nieto y Carlos Salinas de Gortari, consumada al arrebatársele a éste el monopolio de la relación bilateral México-Estados Unidos y al apartársele de la carrera presidencial en la que tenía anotada a su sobrina. Si el presidente pensaba responsabilizar, luego, al concuñísimo José Antonio González Anaya de la muerte de la gallina de los huevos de oro petrolera y birlar a su familia el negociazo de la exploración y la explotación de hidrocarburos, la contraofensiva del expresidente le hizo recular.
Con éste antecedente en mente, los siguientes meses invitan más a la reflexión que al optimismo. Después de dos décadas largas desde su última transición violenta, la de 1994, México aún no ha exorcizado sus fantasmas. Rebasado el régimen peñista y con la tensión política y social in crescendo, y, sobre todo, percibiéndose (casi) inevitable un relevo presidencial que pasaría a retiro —y sin pensión— a Salinas, acabándose para él, según Federico Berrueto, “la política y los negocios […] y los gobernadores que le abren tesorería y le hacen homenajes, y los políticos que le visitan y le rinden tributo real y figurado”, los rumorólogos adictos a los desenlaces trágicos han ido recuperando las palabras favoritas de su glosario, magnicidio, golpe, Salinas.
El colapso del régimen peñista y el resurgimiento violento del salinismo, especialmente si esto implicara un desenlace trágico, no sería deseable para nadie, ni para el sacrificado en el altar de Mammon, por supuesto, ni para el presidente, sospechoso habitual de las teorías conspirativas. No lo sería, desde luego, para el país, porque lo atraparía entre la espada y la pared del caos venezolano o la salida autoritaria. Quienes sí podrían beneficiarse del desmadre nacional, sugiere Alberto Peralta, serían quienes frente al establishment dieran muestras de heroísmo y dignidad”. Hipócritamente, habría que añadir…
Decía José Antonio Primo de Rivera que, “al final, siempre ha sido un pelotón de soldados el que ha salvado a la civilización”. Decía civilización por no decir Estado totalitario o nacionalsindicalismo o alguna patraña fascista-católica de la época.

Con esa misma retórica engañosa hay quienes hoy se dicen salvadores del Estado de Derecho por no decirse de la política y los negocios de sus patrones.

Francisco Baeza [@paco_baeza_]. 17 de octubre de 2017.

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