Durante tres décadas, el muro de Berlín fue el símbolo perfecto
de la Guerra fría. Los alemanes orientales le llamaban Antifaschistischer Schutzwall, [el] muro de protección antifascista; los
alemanes occidentales, más atinados, Schandmauer, [el] muro de la vergüenza. La muralla que dividía a la capital alemana no era solo una
frontera física sino una barrera ideológica, política, social, cultural. El 12 de junio de 1987, desde su lado
del muro, Ronald Reagan envió un mensaje a Mijáil Gorvachov: —Mr.
Gorbachev, if you seek peace, if you seek prosperity for the Soviet Union and
Eastern Europe, open this gate! —le
retó. —Mr.
Gorbachev, tear down this wall! ¡Tire abajo éste muro!
Entre Estados Unidos y Corea del Norte no existe un muro físico
pero sí una construcción no menos impresionante, la zona desmilitarizada de
Corea —la cual, contrario a lo que su nombre indica, es la zona más
militarizada del mundo—, y, también, enormes barreras ideológicas, políticas,
sociales, culturales. No es casualidad que la primera reunión entre Donald
Trump y Kim Jong-un haya sido programada para otro 12 de junio. En la
emblemática fecha el presidente de la superpotencia vencedora de la Guerra fría
y el amado líder del último país comunista, dos que deberían compartir una
celda acolchada, compartirán la merienda en Singapur.
Trump condicionó la reunión a que Kim eliminara sus arsenales
nucleares y de misiles, cosa que, de hecho, ya ha comenzado a hacer.
Históricamente, el régimen norcoreano ha ligado su supervivencia a sus armas.
En la última década, la combinación de ojivas nucleares y misiles de largo y
muy largo alcance, es decir, la capacidad de golpear al otro con armas de
destrucción masiva donde quiera que se encuentre, le ha servido como una
eficiente medida de disuasión. El régimen reforzó su estrategia luego de la
caída en desgracia de Saddam Hussein, en 2003, y de Muammar al-Gadaffi, en
2011. Guardando las distancias con el tecnológicamente avanzadísimo Kim,
Hussein y al-Gadaffi desarrollaron programas armamentísticos muy similares. Ninguno
los llevó hasta sus últimas consecuencias: uno, porque las sanciones económicas
impuestas a sus país tras la guerra de 1990-1991 hicieron insostenible su
esfuerzo bélico; el otro, porque habiendo fracasado primero, en unir a los
países árabes y luego, a los africanos, anhelaba ser un socio confiable de los
europeos y un miembro respetable de la comunidad internacional. Desarmados, el
iraquí y el libio quedaron a merced de sus enemigos.
Todos vimos las imágenes terribles de los asesinatos de Hussein
y de al-Gadaffi. También las vio Kim. El régimen norcoreano no es ingenuo y no
comenzará a ser ingenuo en éstas horas críticas. Al contrario, es mañoso —¿o no
mientras estuvo vigente el acuerdo de 1994 relanzó un programa nuclear
clandestino?—. Si ha accedido a rendir sus arsenales es porque, por un lado, ya
domina el know-how para ser y volver a ser una potencia
nuclear y, por el otro, disponen de otras medidas disuasorias. Tras las
bambalinas de la paz aparente, se libra una guerra de bajo costo político para
sus involucrados en tanto no implicaría la pérdida de vidas humanas ni sería
del conocimiento de ningún quisquilloso electorado: la cibernética. En ese
terreno, los norcoreanos son una superpotencia: en 2014, enseñaron sus dientes
al hackear a
Sony Pictures con el caprichoso pretexto de evitar
el lanzamiento de The Interview, una
película ridiculizaba al amado líder —y que fue calificada
positivamente por los críticos—;
desde 2015, se han ensañado con el sistema financiero mundial —en ésta campaña destaca el
ciberataque al Banco central de Bangladesh mediante el cual se hicieron de un
botín récord: USD81millones—.
El desarme norcoreano, pues, a medias…
Los esfuerzos de Ronald Reagan y de Mijáil Gorvachov para
derribar el muro de Berlín ameritaron el Premio Nobel de la Paz para el ruso,
en 1990. En la emoción de la supuesta caída del último muro de la Guerra fría,
habrá quien recomiende el mismo honor para Donald Trump y Kim Jong-un.
¡Menos hizo para merecerlo Barack Obama, en 2009! Galardonado
por “su extraordinario esfuerzo a
favor de la diplomacia”,
Obama concluiría su mandato habiendo lanzado ¡100 mil bombas en siete países!
Así, los Nobel.
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