LA VILEZA ANTE LA DESGRACIA Y EL HUMANISMO PARA ENFRENTAR LA CRISIS
Eran las siete de la mañana de mil novecientos ochenta y cinco.
El timbre del Centro Escolar Niños Héroes de Chapultepec anunciaba el inicio de clases, pero por andar de novio con una compañera, ambos llegamos tarde y ya no nos permitieron entrar.
Minutos después, la tierra se cimbró con una furia inusitada.
Los edificios se mecían como si fueran de papel.
Nuestros compañeros fueron evacuados y, tras el megasismo, la confusión reinaba.
Los profesores nos enviaron a casa ante el temor de réplicas o posibles daños estructurales en la escuela.
Al llegar a mi hogar y encender el televisor, comprendí la magnitud de la tragedia: miles de muertos, y otros tantos compatriotas aún con vida bajo las ruinas.
El gobierno federal, encabezado por Miguel de la Madrid, se vio completamente rebasado por la magnitud del desastre.
Sin planes de protección civil ni protocolos efectivos, la sociedad tomó el control de la emergencia.
Ejércitos de voluntarios removían los escombros con sus propias manos.
Miles de vidas se perdieron, pero muchas otras fueron salvadas gracias a la solidaridad del pueblo mexicano.
La ayuda internacional llegó pronto… y también, lamentablemente, la voracidad de algunos funcionarios.
La imagen de los quesos holandeses, donados por los Países Bajos y revendiéndose en el tianguis de Tepito, quedó grabada para siempre en la memoria colectiva.
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Décadas después, ante la fuerza indómita de la tormenta tropical Raymond, que afectó los estados de Veracruz, Hidalgo, Puebla y Querétaro, la historia es muy distinta.
La pronta reacción de las autoridades federales y, en nuestra entidad, la del gobernador Alejandro Armenta, marcó la diferencia.
De inmediato, el Ejecutivo estatal se trasladó a las zonas afectadas, encabezando los esfuerzos con una instrucción clara: la prioridad es salvar vidas.
Con apoyo del Ejército, la Marina y la Guardia Nacional, se desplegó un operativo eficaz de rescate y atención a los damnificados.
Nuestra presidenta Claudia Sheinbaum se comunicó inicialmente vía Zoom con el gobernador, y poco después acudió personalmente a las regiones afectadas para coordinar los trabajos.
Mientras algunos minimizaban la tragedia en sus propios estados —afirmando que el río “solo se había desbordado ligeramente”—, Alejandro Armenta tomó las riendas de la situación: implementó albergues, liberó caminos y estrechó con calidez la mano de los damnificados.
No faltó algún edil más preocupado por salir bien en las fotos que por atender a su comunidad, lo que le valió un justo regaño presidencial.
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Frente al establecimiento de centros de acopio por parte del Gobierno del Estado —en el CIS, en Ciudad Judicial y en múltiples puntos—, surgieron voces en redes sociales que intentaron manipular a la población, insinuando que los víveres serían almacenados para fines electorales.
¡Cuánta vileza puede habitar en el corazón de algunos!
A quienes perdieron privilegios les incomodan los logros de nuestro gobernador Armenta y de nuestra presidenta Sheinbaum.
No soportan ver el respaldo ciudadano que ambos mantienen, no solo en las urnas, sino también en su ejercicio diario de gobierno.
Por eso, no debemos prestar oído a las diatribas de los detractores.
Al contrario, debemos —como siempre lo ha hecho el pueblo de México— ayudar a nuestros hermanos en desgracia con lo que tengamos a nuestro alcance:
Con una donación en especie.
Con un par de manos firmes dispuestas a reconstruir.
O con una oración sincera al Gran Arquitecto del Universo, pidiendo fortaleza para las víctimas y consuelo para sus familias.
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Afortunadamente, a diferencia de la tragedia de 1985, hoy contamos con gobiernos —federal y estatal— honestos, eficaces y sensibles a las necesidades de quienes menos tienen.
Sigamos ayudando, con fe y esperanza.
Porque estamos, y seguiremos, en buenas manos.







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