Reconstruir el
nosotros: hacia una nueva cultura del cuidado
Koko
Lemus Abreu
Habiendo terminado de escribir “La sociedad huérfana: ecos de una familia ausente” me quedé con una sensación de desamparo ante la creciente falta de afecto y contacto entre los actores de esta obra llamada mundo. Por lo que después de mirar el vacío, me parece nos toca preguntarnos: ¿cómo volver a habitarlo? Si la sociedad actual es el reflejo de una familia emocionalmente ausente, la respuesta no puede ser añorar el pasado ni idealizar viejos modelos familiares. Lo que necesitamos es una revolución del vínculo, una ética del cuidado que devuelva sentido y presencia a lo humano en medio del ruido digital y la prisa económica.
La psicología
social nos recuerda que los lazos no se heredan: se construyen. Y en tiempos de
desarraigo, esa construcción requiere consciencia. Cuidar, hoy, es un acto
político. Significa detener el ritmo, mirar al otro sin agenda y reconocer que
la fragilidad no es una debilidad, sino el lugar donde empieza el encuentro.
Las sociedades
que niegan el afecto producen ciudadanos funcionales, pero emocionalmente
amputados; en cambio, las que valoran la ternura generan cooperación,
pertenencia y resiliencia colectiva.
La familia
elegida y las nuevas formas de comunidad
Frente a la
rigidez del modelo tradicional, emergen redes afectivas diversas: familias
elegidas, amistades que funcionan como refugio, comunidades digitales que se
apoyan mutuamente. No reemplazan a la familia biológica, pero sí amplían el
mapa del afecto. En ellas se ensaya otra forma de estar juntos: menos basada en
la sangre y más en el reconocimiento. La pertenencia ya no depende del
parentesco, sino del cuidado recíproco.
Estas nuevas
estructuras pueden ser el germen de una ciudadanía emocional que se traduzca en
sociedades más empáticas. Cuando alguien se siente visto, reconocido y útil
para su entorno, deja de relacionarse desde el miedo o la competencia, y
comienza a construir desde la cooperación.
Educar para la
empatía
La educación
emocional es, probablemente, la forma más concreta de reconstruir el tejido
social. Aprender a nombrar las emociones, reconocer límites, pedir ayuda o
agradecer, son competencias cívicas tanto como afectivas.
Las escuelas,
al igual que las familias, deberían ser microdemocracias del cuidado, espacios
donde los niños aprendan que la diferencia no amenaza, sino que enriquece. Sin
empatía, la democracia se vuelve un formalismo vacío. Sin vínculos, la libertad
se convierte en soledad.
Reenseñar a
escuchar es quizá el gran desafío pedagógico del siglo XXI.
El trabajo como
espacio relacional
La cultura
laboral actual, centrada en la productividad, ha colonizado el tiempo familiar
y emocional. Recuperar la presencia implica redefinir el sentido del trabajo:
no como única fuente de valor personal, sino como parte de un equilibrio humano
más amplio.
Las empresas que incorporan políticas de conciliación, salud mental y corresponsabilidad
no solo son más éticas, sino también más sostenibles. Una sociedad que mide el
éxito en horas trabajadas terminará agotando su energía emocional colectiva.
Trabajar menos,
pero convivir mejor, puede ser una forma moderna de resistencia. Esta idea sé
que nos asusta, pero es el contrasentido de un consumismo que al final solo nos
consume —alimentariamente— para dejar bienes materiales que solo son la basura
del futuro al igual que nuestras vidas. Replantearse y reinventarse para hacer
de nuestra existencia algo significativo —más emotivo y sensible— desde lo
humano que no es solo material, es la misión final la sociedad actual.
De la pantalla
al encuentro
La tecnología
no es el enemigo; es el espejo. Lo que reflejan nuestras pantallas no es la
pérdida del vínculo, sino su deseo insatisfecho. Las redes pueden convertirse
en espacios de comunidad si recuperan el propósito: compartir, acompañar,
crear.
En vez de medir la vida en “me gusta”, podríamos usar la red para practicar
presencia, para tender puentes intergeneracionales, para escuchar voces que en
la vida cotidiana no tienen espacio. No se trata de apagar las pantallas, sino
de encender la conciencia con la que las usamos.
Recuperar el
sentido simbólico
Tal vez lo que
más nos falta como sociedad no es tiempo ni recursos, sino rituales: momentos
donde el encuentro tenga significado. En otras épocas, la comida en familia,
las celebraciones o los duelos cumplían esa función de cohesionar. Hoy podemos
reinventarlos. Crear rituales contemporáneos —una conversación diaria, una cena
sin pantallas, una carta mensual de gratitud— puede ser una forma silenciosa de
resistencia cultural.
Los rituales no son costumbres vacías: son el lenguaje simbólico con el que
recordamos que pertenecemos a algo mayor que nosotros mismos.
Epílogo: la
esperanza como tejido
No hay sociedad
sin hogar emocional. Y no hay hogar emocional sin diálogo. La esperanza no
reside en grandes reformas ni en utopías abstractas, sino en esos gestos
cotidianos que restituyen la humanidad: una palabra dicha con cuidado, un
silencio que acompaña, una mirada que valida.
Quizá el futuro
no dependa de las máquinas, sino de nuestra capacidad para volver a sentirnos
parte de un nosotros.
La pregunta
final, entonces, no es cómo salvar la familia o la sociedad, sino algo más
íntimo y urgente:
¿Estoy
dispuesto a cuidar —y dejarme cuidar— como forma de reconstruir el mundo?
Sanar es amar.







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