jueves, 23 de octubre de 2025

ONDAS ALFA


 

Reconstruir el nosotros: hacia una nueva cultura del cuidado

 

Koko Lemus Abreu


Habiendo terminado de escribir “La sociedad huérfana: ecos de una familia ausente” me quedé con una sensación de desamparo ante la creciente falta de afecto y contacto entre los actores de esta obra llamada mundo. Por lo que después de mirar el vacío, me parece nos toca preguntarnos: ¿cómo volver a habitarlo? Si la sociedad actual es el reflejo de una familia emocionalmente ausente, la respuesta no puede ser añorar el pasado ni idealizar viejos modelos familiares. Lo que necesitamos es una revolución del vínculo, una ética del cuidado que devuelva sentido y presencia a lo humano en medio del ruido digital y la prisa económica.

 

La psicología social nos recuerda que los lazos no se heredan: se construyen. Y en tiempos de desarraigo, esa construcción requiere consciencia. Cuidar, hoy, es un acto político. Significa detener el ritmo, mirar al otro sin agenda y reconocer que la fragilidad no es una debilidad, sino el lugar donde empieza el encuentro.

Las sociedades que niegan el afecto producen ciudadanos funcionales, pero emocionalmente amputados; en cambio, las que valoran la ternura generan cooperación, pertenencia y resiliencia colectiva.

 

La familia elegida y las nuevas formas de comunidad

 

Frente a la rigidez del modelo tradicional, emergen redes afectivas diversas: familias elegidas, amistades que funcionan como refugio, comunidades digitales que se apoyan mutuamente. No reemplazan a la familia biológica, pero sí amplían el mapa del afecto. En ellas se ensaya otra forma de estar juntos: menos basada en la sangre y más en el reconocimiento. La pertenencia ya no depende del parentesco, sino del cuidado recíproco.

 

Estas nuevas estructuras pueden ser el germen de una ciudadanía emocional que se traduzca en sociedades más empáticas. Cuando alguien se siente visto, reconocido y útil para su entorno, deja de relacionarse desde el miedo o la competencia, y comienza a construir desde la cooperación.

 

Educar para la empatía

 

La educación emocional es, probablemente, la forma más concreta de reconstruir el tejido social. Aprender a nombrar las emociones, reconocer límites, pedir ayuda o agradecer, son competencias cívicas tanto como afectivas.

Las escuelas, al igual que las familias, deberían ser microdemocracias del cuidado, espacios donde los niños aprendan que la diferencia no amenaza, sino que enriquece. Sin empatía, la democracia se vuelve un formalismo vacío. Sin vínculos, la libertad se convierte en soledad.

Reenseñar a escuchar es quizá el gran desafío pedagógico del siglo XXI.

 

 

El trabajo como espacio relacional

 

La cultura laboral actual, centrada en la productividad, ha colonizado el tiempo familiar y emocional. Recuperar la presencia implica redefinir el sentido del trabajo: no como única fuente de valor personal, sino como parte de un equilibrio humano más amplio.
Las empresas que incorporan políticas de conciliación, salud mental y corresponsabilidad no solo son más éticas, sino también más sostenibles. Una sociedad que mide el éxito en horas trabajadas terminará agotando su energía emocional colectiva.

 

Trabajar menos, pero convivir mejor, puede ser una forma moderna de resistencia. Esta idea sé que nos asusta, pero es el contrasentido de un consumismo que al final solo nos consume —alimentariamente— para dejar bienes materiales que solo son la basura del futuro al igual que nuestras vidas. Replantearse y reinventarse para hacer de nuestra existencia algo significativo —más emotivo y sensible— desde lo humano que no es solo material, es la misión final la sociedad actual.

 

De la pantalla al encuentro

 

La tecnología no es el enemigo; es el espejo. Lo que reflejan nuestras pantallas no es la pérdida del vínculo, sino su deseo insatisfecho. Las redes pueden convertirse en espacios de comunidad si recuperan el propósito: compartir, acompañar, crear.
En vez de medir la vida en “me gusta”, podríamos usar la red para practicar presencia, para tender puentes intergeneracionales, para escuchar voces que en la vida cotidiana no tienen espacio. No se trata de apagar las pantallas, sino de encender la conciencia con la que las usamos.

 

Recuperar el sentido simbólico

 

Tal vez lo que más nos falta como sociedad no es tiempo ni recursos, sino rituales: momentos donde el encuentro tenga significado. En otras épocas, la comida en familia, las celebraciones o los duelos cumplían esa función de cohesionar. Hoy podemos reinventarlos. Crear rituales contemporáneos —una conversación diaria, una cena sin pantallas, una carta mensual de gratitud— puede ser una forma silenciosa de resistencia cultural.
Los rituales no son costumbres vacías: son el lenguaje simbólico con el que recordamos que pertenecemos a algo mayor que nosotros mismos.

 

Epílogo: la esperanza como tejido

 

No hay sociedad sin hogar emocional. Y no hay hogar emocional sin diálogo. La esperanza no reside en grandes reformas ni en utopías abstractas, sino en esos gestos cotidianos que restituyen la humanidad: una palabra dicha con cuidado, un silencio que acompaña, una mirada que valida.

 

Quizá el futuro no dependa de las máquinas, sino de nuestra capacidad para volver a sentirnos parte de un nosotros.

La pregunta final, entonces, no es cómo salvar la familia o la sociedad, sino algo más íntimo y urgente:

 

¿Estoy dispuesto a cuidar —y dejarme cuidar— como forma de reconstruir el mundo?

 

Sanar es amar.


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jueves, 23 de octubre de 2025

ONDAS ALFA


 

Reconstruir el nosotros: hacia una nueva cultura del cuidado

 

Koko Lemus Abreu


Habiendo terminado de escribir “La sociedad huérfana: ecos de una familia ausente” me quedé con una sensación de desamparo ante la creciente falta de afecto y contacto entre los actores de esta obra llamada mundo. Por lo que después de mirar el vacío, me parece nos toca preguntarnos: ¿cómo volver a habitarlo? Si la sociedad actual es el reflejo de una familia emocionalmente ausente, la respuesta no puede ser añorar el pasado ni idealizar viejos modelos familiares. Lo que necesitamos es una revolución del vínculo, una ética del cuidado que devuelva sentido y presencia a lo humano en medio del ruido digital y la prisa económica.

 

La psicología social nos recuerda que los lazos no se heredan: se construyen. Y en tiempos de desarraigo, esa construcción requiere consciencia. Cuidar, hoy, es un acto político. Significa detener el ritmo, mirar al otro sin agenda y reconocer que la fragilidad no es una debilidad, sino el lugar donde empieza el encuentro.

Las sociedades que niegan el afecto producen ciudadanos funcionales, pero emocionalmente amputados; en cambio, las que valoran la ternura generan cooperación, pertenencia y resiliencia colectiva.

 

La familia elegida y las nuevas formas de comunidad

 

Frente a la rigidez del modelo tradicional, emergen redes afectivas diversas: familias elegidas, amistades que funcionan como refugio, comunidades digitales que se apoyan mutuamente. No reemplazan a la familia biológica, pero sí amplían el mapa del afecto. En ellas se ensaya otra forma de estar juntos: menos basada en la sangre y más en el reconocimiento. La pertenencia ya no depende del parentesco, sino del cuidado recíproco.

 

Estas nuevas estructuras pueden ser el germen de una ciudadanía emocional que se traduzca en sociedades más empáticas. Cuando alguien se siente visto, reconocido y útil para su entorno, deja de relacionarse desde el miedo o la competencia, y comienza a construir desde la cooperación.

 

Educar para la empatía

 

La educación emocional es, probablemente, la forma más concreta de reconstruir el tejido social. Aprender a nombrar las emociones, reconocer límites, pedir ayuda o agradecer, son competencias cívicas tanto como afectivas.

Las escuelas, al igual que las familias, deberían ser microdemocracias del cuidado, espacios donde los niños aprendan que la diferencia no amenaza, sino que enriquece. Sin empatía, la democracia se vuelve un formalismo vacío. Sin vínculos, la libertad se convierte en soledad.

Reenseñar a escuchar es quizá el gran desafío pedagógico del siglo XXI.

 

 

El trabajo como espacio relacional

 

La cultura laboral actual, centrada en la productividad, ha colonizado el tiempo familiar y emocional. Recuperar la presencia implica redefinir el sentido del trabajo: no como única fuente de valor personal, sino como parte de un equilibrio humano más amplio.
Las empresas que incorporan políticas de conciliación, salud mental y corresponsabilidad no solo son más éticas, sino también más sostenibles. Una sociedad que mide el éxito en horas trabajadas terminará agotando su energía emocional colectiva.

 

Trabajar menos, pero convivir mejor, puede ser una forma moderna de resistencia. Esta idea sé que nos asusta, pero es el contrasentido de un consumismo que al final solo nos consume —alimentariamente— para dejar bienes materiales que solo son la basura del futuro al igual que nuestras vidas. Replantearse y reinventarse para hacer de nuestra existencia algo significativo —más emotivo y sensible— desde lo humano que no es solo material, es la misión final la sociedad actual.

 

De la pantalla al encuentro

 

La tecnología no es el enemigo; es el espejo. Lo que reflejan nuestras pantallas no es la pérdida del vínculo, sino su deseo insatisfecho. Las redes pueden convertirse en espacios de comunidad si recuperan el propósito: compartir, acompañar, crear.
En vez de medir la vida en “me gusta”, podríamos usar la red para practicar presencia, para tender puentes intergeneracionales, para escuchar voces que en la vida cotidiana no tienen espacio. No se trata de apagar las pantallas, sino de encender la conciencia con la que las usamos.

 

Recuperar el sentido simbólico

 

Tal vez lo que más nos falta como sociedad no es tiempo ni recursos, sino rituales: momentos donde el encuentro tenga significado. En otras épocas, la comida en familia, las celebraciones o los duelos cumplían esa función de cohesionar. Hoy podemos reinventarlos. Crear rituales contemporáneos —una conversación diaria, una cena sin pantallas, una carta mensual de gratitud— puede ser una forma silenciosa de resistencia cultural.
Los rituales no son costumbres vacías: son el lenguaje simbólico con el que recordamos que pertenecemos a algo mayor que nosotros mismos.

 

Epílogo: la esperanza como tejido

 

No hay sociedad sin hogar emocional. Y no hay hogar emocional sin diálogo. La esperanza no reside en grandes reformas ni en utopías abstractas, sino en esos gestos cotidianos que restituyen la humanidad: una palabra dicha con cuidado, un silencio que acompaña, una mirada que valida.

 

Quizá el futuro no dependa de las máquinas, sino de nuestra capacidad para volver a sentirnos parte de un nosotros.

La pregunta final, entonces, no es cómo salvar la familia o la sociedad, sino algo más íntimo y urgente:

 

¿Estoy dispuesto a cuidar —y dejarme cuidar— como forma de reconstruir el mundo?

 

Sanar es amar.


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