miércoles, 8 de octubre de 2025

ONDAS ALFA.


 

“El cuerpo que recuerda: cómo la sonrisa puede despertar tus memorias de bienestar”


Terminada la última emisión del programa Ondas Alfa, dedicada a la propiocepción —esa inteligencia silenciosa que el cuerpo utiliza para registrar su posición, tensión y movimiento—, no pude evitar recordar un ejercicio que vengo aplicando desde hace años con mis pacientes con cuadros leves de depresión. Se trata de algo tan sencillo que, al escucharlo, muchos sonríen con escepticismo: levantarse, colocarse frente al espejo y dibujar una sonrisa. Nada más. Sostenerla unos segundos, repetir este ejercicio dos o tres veces y observarse. Lo que parece un gesto banal tiene en realidad un enorme poder sobre el cerebro, las emociones y la estructura más íntima de nuestro bienestar corporal.

La clave está en la propiocepción y su conexión emocional, un concepto que la terapia somática ha venido estudiando con creciente interés. Nuestros músculos no solo mueven el cuerpo: guardan recuerdos. Cada tensión acumulada, cada postura defensiva, cada gesto aprendido es también una memoria emocional. Cuando repetimos ciertos movimientos o expresiones —como la sonrisa—, el cuerpo reenvía señales al sistema nervioso que despiertan las mismas respuestas fisiológicas que en su momento acompañaron a la emoción original. El músculo “recuerda” y el cerebro interpreta. De ahí surge ese cosquilleo casi imperceptible en el rostro, esa ligera sensación de alivio o ligereza que se cuela sin permiso cuando simplemente decidimos sonreír.

Este pequeño ejercicio es una forma de reeducar al cuerpo y al sistema nervioso autónomo. La sonrisa no nace solo de la alegría; también puede producirla. Al activar los músculos cigomáticos y orbiculares del rostro, se estimulan regiones cerebrales vinculadas con la dopamina y la serotonina, los neurotransmisores del bienestar. Pero lo más fascinante no es la bioquímica: es la posibilidad de recuperar una conexión perdida con nosotros mismos. En tiempos donde la mente suele vivir atrapada entre pantallas y preocupaciones, el cuerpo se vuelve un refugio olvidado, una brújula precisa que nos devuelve al presente sin necesidad de palabras.

Desde la perspectiva somática, muchas emociones no procesadas permanecen “atrapadas” en la musculatura. Las tensiones del cuello pueden hablarnos de cargas simbólicas que sostenemos, los hombros rígidos de responsabilidades que nos pesan, el abdomen contraído de miedos o inseguridades no expresadas. Nuestro cuerpo, en silencio, intenta contarnos su historia, pero rara vez lo escuchamos. Por eso, ejercicios tan simples como respirar profundamente, estirarse con consciencia o sonreír frente al espejo no son gestos superficiales: son llaves. Cada movimiento consciente abre la posibilidad de liberar memorias retenidas y, con ellas, emociones que piden ser reconocidas.

Durante siglos hemos vivido bajo la falsa idea de que el cuerpo, la mente y las emociones son compartimentos separados, como si cada uno funcionara en un territorio propio y ajeno a los otros. Esta visión fragmentada ha llevado a que tratemos la salud de manera parcial: acudimos al médico cuando duele el cuerpo, al psicólogo cuando se altera la mente y al silencio cuando algo nos duele en el alma. Pero lo cierto es que somos una sola unidad viviente. Cada pensamiento tiene un correlato físico, cada emoción modifica la respiración, la postura o el pulso, y cada tensión corporal puede alterar el estado de ánimo o la claridad mental. Cuando cuerpo, mente y emoción trabajan en sintonía, la salud se experimenta como una corriente continua: la mente se aquieta, el cuerpo se flexibiliza y las emociones fluyen. Recuperar esa mirada integradora no solo transforma nuestra forma de sanar, sino también la manera en que habitamos nuestra propia existencia.

¿Has imaginado cuántas memorias musculares guarda tu cuerpo? ¿Cuántas de ellas podrían despertarte bienestar si aprendieras a evocarlas? En terapia suelo invitar a mis pacientes a explorar qué movimientos o posturas les generan placer o calma: abrazarse, balancearse como un niño, caminar descalzos, mirar al cielo. Cada cuerpo tiene su propio repertorio de memorias felices, huellas de experiencias que alguna vez nos hicieron sentir seguros, plenos o conectados. Recordarlas no es un acto nostálgico, sino un modo de reconectar con la fuente interna de autorregulación que todos poseemos.

El reto está en detenernos. En medio del ruido cotidiano, la prisa y la productividad convertida en meta, olvidamos que la conciencia corporal no es un lujo, sino una necesidad. La propiocepción no solo nos orienta en el espacio: también puede orientarnos emocionalmente. Nos ayuda a identificar cuándo estamos tensos, cuándo forzamos sonrisas vacías o cuándo nos negamos descanso. Escuchar esas señales es el primer paso para reconciliarnos con el cuerpo y con la emoción que habita en él.

Estamos, como suelo decir en mis sesiones, “sentados sobre un cofre del tesoro”. Ese tesoro no está en el futuro, ni en los libros de autoayuda, ni siquiera en la búsqueda externa de felicidad. Está dentro: en las sensaciones, en las micro percepciones, en los movimientos que nuestro cuerpo recuerda como placenteros. Basta con dedicar un poco de tiempo cada día a explorarlo. Puede ser frente al espejo, en silencio, o simplemente respirando con atención. Lo importante es reconocer que dentro de nosotros habita una sabiduría antigua que no necesita traducción: el lenguaje de la propiocepción, ese diálogo íntimo entre mente, cuerpo y emoción.

Si aprendemos a escucharla, descubriremos que el bienestar no es un estado lejano al que hay que aspirar, sino una capacidad que puede despertarse. Solo hay que hacer espacio, respirar y dejar que el cuerpo recuerde lo que la mente ha olvidado: que somos, en esencia, movimiento, emoción y vida que busca expresarse. En ese gesto mínimo —una sonrisa frente al espejo— puede empezar el viaje de regreso a nosotros mismos.

Sanar es amar.


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miércoles, 8 de octubre de 2025

ONDAS ALFA.


 

“El cuerpo que recuerda: cómo la sonrisa puede despertar tus memorias de bienestar”


Terminada la última emisión del programa Ondas Alfa, dedicada a la propiocepción —esa inteligencia silenciosa que el cuerpo utiliza para registrar su posición, tensión y movimiento—, no pude evitar recordar un ejercicio que vengo aplicando desde hace años con mis pacientes con cuadros leves de depresión. Se trata de algo tan sencillo que, al escucharlo, muchos sonríen con escepticismo: levantarse, colocarse frente al espejo y dibujar una sonrisa. Nada más. Sostenerla unos segundos, repetir este ejercicio dos o tres veces y observarse. Lo que parece un gesto banal tiene en realidad un enorme poder sobre el cerebro, las emociones y la estructura más íntima de nuestro bienestar corporal.

La clave está en la propiocepción y su conexión emocional, un concepto que la terapia somática ha venido estudiando con creciente interés. Nuestros músculos no solo mueven el cuerpo: guardan recuerdos. Cada tensión acumulada, cada postura defensiva, cada gesto aprendido es también una memoria emocional. Cuando repetimos ciertos movimientos o expresiones —como la sonrisa—, el cuerpo reenvía señales al sistema nervioso que despiertan las mismas respuestas fisiológicas que en su momento acompañaron a la emoción original. El músculo “recuerda” y el cerebro interpreta. De ahí surge ese cosquilleo casi imperceptible en el rostro, esa ligera sensación de alivio o ligereza que se cuela sin permiso cuando simplemente decidimos sonreír.

Este pequeño ejercicio es una forma de reeducar al cuerpo y al sistema nervioso autónomo. La sonrisa no nace solo de la alegría; también puede producirla. Al activar los músculos cigomáticos y orbiculares del rostro, se estimulan regiones cerebrales vinculadas con la dopamina y la serotonina, los neurotransmisores del bienestar. Pero lo más fascinante no es la bioquímica: es la posibilidad de recuperar una conexión perdida con nosotros mismos. En tiempos donde la mente suele vivir atrapada entre pantallas y preocupaciones, el cuerpo se vuelve un refugio olvidado, una brújula precisa que nos devuelve al presente sin necesidad de palabras.

Desde la perspectiva somática, muchas emociones no procesadas permanecen “atrapadas” en la musculatura. Las tensiones del cuello pueden hablarnos de cargas simbólicas que sostenemos, los hombros rígidos de responsabilidades que nos pesan, el abdomen contraído de miedos o inseguridades no expresadas. Nuestro cuerpo, en silencio, intenta contarnos su historia, pero rara vez lo escuchamos. Por eso, ejercicios tan simples como respirar profundamente, estirarse con consciencia o sonreír frente al espejo no son gestos superficiales: son llaves. Cada movimiento consciente abre la posibilidad de liberar memorias retenidas y, con ellas, emociones que piden ser reconocidas.

Durante siglos hemos vivido bajo la falsa idea de que el cuerpo, la mente y las emociones son compartimentos separados, como si cada uno funcionara en un territorio propio y ajeno a los otros. Esta visión fragmentada ha llevado a que tratemos la salud de manera parcial: acudimos al médico cuando duele el cuerpo, al psicólogo cuando se altera la mente y al silencio cuando algo nos duele en el alma. Pero lo cierto es que somos una sola unidad viviente. Cada pensamiento tiene un correlato físico, cada emoción modifica la respiración, la postura o el pulso, y cada tensión corporal puede alterar el estado de ánimo o la claridad mental. Cuando cuerpo, mente y emoción trabajan en sintonía, la salud se experimenta como una corriente continua: la mente se aquieta, el cuerpo se flexibiliza y las emociones fluyen. Recuperar esa mirada integradora no solo transforma nuestra forma de sanar, sino también la manera en que habitamos nuestra propia existencia.

¿Has imaginado cuántas memorias musculares guarda tu cuerpo? ¿Cuántas de ellas podrían despertarte bienestar si aprendieras a evocarlas? En terapia suelo invitar a mis pacientes a explorar qué movimientos o posturas les generan placer o calma: abrazarse, balancearse como un niño, caminar descalzos, mirar al cielo. Cada cuerpo tiene su propio repertorio de memorias felices, huellas de experiencias que alguna vez nos hicieron sentir seguros, plenos o conectados. Recordarlas no es un acto nostálgico, sino un modo de reconectar con la fuente interna de autorregulación que todos poseemos.

El reto está en detenernos. En medio del ruido cotidiano, la prisa y la productividad convertida en meta, olvidamos que la conciencia corporal no es un lujo, sino una necesidad. La propiocepción no solo nos orienta en el espacio: también puede orientarnos emocionalmente. Nos ayuda a identificar cuándo estamos tensos, cuándo forzamos sonrisas vacías o cuándo nos negamos descanso. Escuchar esas señales es el primer paso para reconciliarnos con el cuerpo y con la emoción que habita en él.

Estamos, como suelo decir en mis sesiones, “sentados sobre un cofre del tesoro”. Ese tesoro no está en el futuro, ni en los libros de autoayuda, ni siquiera en la búsqueda externa de felicidad. Está dentro: en las sensaciones, en las micro percepciones, en los movimientos que nuestro cuerpo recuerda como placenteros. Basta con dedicar un poco de tiempo cada día a explorarlo. Puede ser frente al espejo, en silencio, o simplemente respirando con atención. Lo importante es reconocer que dentro de nosotros habita una sabiduría antigua que no necesita traducción: el lenguaje de la propiocepción, ese diálogo íntimo entre mente, cuerpo y emoción.

Si aprendemos a escucharla, descubriremos que el bienestar no es un estado lejano al que hay que aspirar, sino una capacidad que puede despertarse. Solo hay que hacer espacio, respirar y dejar que el cuerpo recuerde lo que la mente ha olvidado: que somos, en esencia, movimiento, emoción y vida que busca expresarse. En ese gesto mínimo —una sonrisa frente al espejo— puede empezar el viaje de regreso a nosotros mismos.

Sanar es amar.


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