“El cuerpo que recuerda: cómo la sonrisa puede despertar tus memorias de bienestar”
Terminada la última emisión del programa Ondas Alfa, dedicada a la propiocepción
—esa inteligencia silenciosa que el cuerpo utiliza para registrar su posición,
tensión y movimiento—, no pude evitar recordar un ejercicio que vengo aplicando
desde hace años con mis pacientes con cuadros leves de depresión. Se trata de
algo tan sencillo que, al escucharlo, muchos sonríen con escepticismo:
levantarse, colocarse frente al espejo y dibujar una sonrisa. Nada más.
Sostenerla unos segundos, repetir este ejercicio dos o tres veces y observarse.
Lo que parece un gesto banal tiene en realidad un enorme poder sobre el
cerebro, las emociones y la estructura más íntima de nuestro bienestar
corporal.
La clave está en la propiocepción y su conexión emocional, un concepto que la
terapia somática ha venido estudiando con creciente interés. Nuestros músculos
no solo mueven el cuerpo: guardan recuerdos. Cada tensión acumulada, cada
postura defensiva, cada gesto aprendido es también una memoria emocional.
Cuando repetimos ciertos movimientos o expresiones —como la sonrisa—, el cuerpo
reenvía señales al sistema nervioso que despiertan las mismas respuestas
fisiológicas que en su momento acompañaron a la emoción original. El músculo
“recuerda” y el cerebro interpreta. De ahí surge ese cosquilleo casi
imperceptible en el rostro, esa ligera sensación de alivio o ligereza que se
cuela sin permiso cuando simplemente decidimos sonreír.
Este pequeño ejercicio es una forma de reeducar
al cuerpo y al sistema nervioso autónomo. La sonrisa no nace solo de la
alegría; también puede producirla. Al activar los músculos cigomáticos y
orbiculares del rostro, se estimulan regiones cerebrales vinculadas con la
dopamina y la serotonina, los neurotransmisores del bienestar. Pero lo más
fascinante no es la bioquímica: es la posibilidad de recuperar una conexión
perdida con nosotros mismos. En tiempos donde la mente suele vivir atrapada
entre pantallas y preocupaciones, el cuerpo se vuelve un refugio olvidado, una
brújula precisa que nos devuelve al presente sin necesidad de palabras.
Desde la perspectiva somática, muchas emociones
no procesadas permanecen “atrapadas” en la musculatura. Las tensiones del
cuello pueden hablarnos de cargas simbólicas que sostenemos, los hombros
rígidos de responsabilidades que nos pesan, el abdomen contraído de miedos o
inseguridades no expresadas. Nuestro cuerpo, en silencio, intenta contarnos su
historia, pero rara vez lo escuchamos. Por eso, ejercicios tan simples como
respirar profundamente, estirarse con consciencia o sonreír frente al espejo no
son gestos superficiales: son llaves. Cada movimiento consciente abre la
posibilidad de liberar memorias retenidas y, con ellas, emociones que piden ser
reconocidas.
Durante siglos hemos vivido bajo la falsa idea de
que el cuerpo, la mente y las emociones son compartimentos separados, como si
cada uno funcionara en un territorio propio y ajeno a los otros. Esta visión
fragmentada ha llevado a que tratemos la salud de manera parcial: acudimos al
médico cuando duele el cuerpo, al psicólogo cuando se altera la mente y al
silencio cuando algo nos duele en el alma. Pero lo cierto es que somos una sola
unidad viviente. Cada pensamiento tiene un correlato físico, cada emoción
modifica la respiración, la postura o el pulso, y cada tensión corporal puede
alterar el estado de ánimo o la claridad mental. Cuando cuerpo, mente y emoción
trabajan en sintonía, la salud se experimenta como una corriente continua: la
mente se aquieta, el cuerpo se flexibiliza y las emociones fluyen. Recuperar
esa mirada integradora no solo transforma nuestra forma de sanar, sino también
la manera en que habitamos nuestra propia existencia.
¿Has imaginado cuántas memorias musculares guarda
tu cuerpo? ¿Cuántas de ellas podrían despertarte bienestar si aprendieras a
evocarlas? En terapia suelo invitar a mis pacientes a explorar qué movimientos
o posturas les generan placer o calma: abrazarse, balancearse como un niño,
caminar descalzos, mirar al cielo. Cada cuerpo tiene su propio repertorio de memorias felices, huellas
de experiencias que alguna vez nos hicieron sentir seguros, plenos o conectados.
Recordarlas no es un acto nostálgico, sino un modo de reconectar con la fuente
interna de autorregulación que todos poseemos.
El reto está en detenernos. En medio del ruido
cotidiano, la prisa y la productividad convertida en meta, olvidamos que la
conciencia corporal no es un lujo, sino una necesidad. La propiocepción no solo
nos orienta en el espacio: también puede orientarnos emocionalmente. Nos ayuda
a identificar cuándo estamos tensos, cuándo forzamos sonrisas vacías o cuándo
nos negamos descanso. Escuchar esas señales es el primer paso para
reconciliarnos con el cuerpo y con la emoción que habita en él.
Estamos, como suelo decir en mis sesiones,
“sentados sobre un cofre del tesoro”. Ese tesoro no está en el futuro, ni en
los libros de autoayuda, ni siquiera en la búsqueda externa de felicidad. Está
dentro: en las sensaciones, en las micro percepciones, en los movimientos que
nuestro cuerpo recuerda como placenteros. Basta con dedicar un poco de tiempo
cada día a explorarlo. Puede ser frente al espejo, en silencio, o simplemente
respirando con atención. Lo importante es reconocer que dentro de nosotros
habita una sabiduría antigua que no necesita traducción: el lenguaje de la
propiocepción, ese diálogo íntimo entre mente, cuerpo y emoción.
Si aprendemos a escucharla, descubriremos que el
bienestar no es un estado lejano al que hay que aspirar, sino una capacidad que
puede despertarse. Solo hay que hacer espacio, respirar y dejar que el cuerpo
recuerde lo que la mente ha olvidado: que somos, en esencia, movimiento,
emoción y vida que busca expresarse. En ese gesto mínimo —una sonrisa frente al
espejo— puede empezar el viaje de regreso a nosotros mismos.
Sanar es amar.
 

 
 






 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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