Francisco
Baeza [@paco_baeza_]
Éste fin de semana se
celebró el 80° aniversario del golpe de Estado que arrastró a España a la
guerra civil. El clima de crispación social y política que le precedió se
repite en muchos escenarios modernos. En Turquía, por ejemplo, la última
asonada ocurre mientras Recep Tayyip Erdogan malabarea las guerras en el
Kurdistán y en Siria, la crisis migratoria y la amenaza del terrorismo…
Guardando
distancias, la España de 1936 y el México de 2016 son semejantes:
La España de
entonces estaba dividida entre los partidarios de la Segunda República y los
nostálgicos del ancien
regime. Las elecciones generales de principios de año dieron
muestra de la polarización de su sociedad. Según Jorge Fernández-Coppel, en
Niceto Alcalá-Zamora: Asalto a la República (La esfera de los libros, 2011),
los candidatos ligados al oficialismo obtuvieron 4,363,903 votos (48.1%); los
candidatos ligados a la oposición, 4,155,153 (45.8%.)
En los márgenes
del proceso democrático se movía la Falange Española de José Antonio Primo de
Rivera, un partido político de corte fascista-católico que apenas había
obtenido 6,800 votos (0.07%).
Los camisas
viejas apostaban por el terror como método conscientes de que no habían las
condiciones para acceder al poder por la vía institucional. En el acto fundacional
de la agrupación, dos años antes, José Antonio había dicho: “[La atmósfera del
parlamento] es turbia, como de taberna después de una noche crapulosa. No está
ahí nuestro sitio […] ¡Nuestro sitio está al aire libre, bajo la noche clara y
las estrellas!” Animaba a sus huestes repitiéndoles que “al final, siempre ha
sido un pelotón de soldados el que ha salvado a la civilización”.
Entre febrero y
julio de 1936, con los ecos de las elecciones generales de fondo, la Falange
Española protagonizó una campaña de violencia política con el propósito de
crear un clima de tensión permanente que forzara la caída del régimen. La
campaña confirmaría la percepción de que las autoridades eran incapaces de
imponer el orden y justificaría la necesidad de formar un gobierno de
transición en el que destacaran militares y políticos de línea dura.
Entre el 12 y el
13 de julio la violencia política alcanzó su clímax. El día 12, una escuadra
falangista asesinó a José del Castillo, teniente de la Guardia de Asalto; al
día siguiente, los compañeros de del Castillo le vengaron asesinando a José
Calvo Sotelo, jefe parlamentario de los monárquicos alfonsinos. El doble crimen
convenció a los sectores más moderados de la oposición, civiles y militares, de
que el régimen, en efecto, había perdido el control del país. El día 17,
sobrevino el Alzamiento…
En México, la
situación social y política invita más a la reflexión que al optimismo:
A pesar de tener
los números a su favor – un lujo que José Antonio no pudo darse –, Andrés
Manuel López Obrador, parece tentado a abandonar la
vía institucional para incorporarse a la vía de la desestabilización,
a través de la cual podría acceder al poder sin necesidad de pasar por el
incierto trance de las urnas. Su amistad con la CNTE, en cuyo maderamen se
confunden maestros y guerrilla, sugiere que su sitio en el quehacer nacional
podría hallarse en la calle, en los plantones y los bloqueos; al aire libre,
bajo el cielo claro y las estrellas.
López Obrador no
controla la violencia, ni la celebra ni la enaltece – lo que sí hizo José
Antonio –, pero se beneficia de ella. MORENA es una alternativa política
solo porque el gobierno federal ha probado ser incapaz de atajar los muchos y
variados conflictos que se derivan del hartazgo social. No es fortuito que su
líder reclame la cabeza de Miguel Ángel Osorio Chong, el único funcionario
federal con la inteligencia para, al menos, no empeorar las cosas…
En 2018, cualquier
escenario será posible. El proceso electoral pondrá a prueba la fortaleza de
nuestras instituciones.
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