miércoles, 6 de julio de 2016

El síndrome de Maximino Por Francisco Baeza

[@paco_baeza_]

“¡Manuel es un bistec con ojos!”, habría chillado Maximino cuando le informaron que su hermano menor sería candidato a la presidencia. El gobernador de Puebla “se sentía con derechos de primogenitura sobre la familia revolucionaria”, razonará Enrique Krauze.

Maximino Ávila Camacho estaba obsesionado con la presidencia. En su locura, imaginó, incluso, heredarla de su hermano. Al no ver cumplida su exigencia, amenazó con deshacerse del candidato oficialista. El 16 de febrero de 1945, Gonzalo N. Santos, compadre suyo, trató de convencerle de disciplinarse pero no le escuchó. Al contrario, trató de convencerle de amotinarse con él: “¡Bonito papelón iba yo a hacer!” – cuenta Santos, en sus memorias. “Además de quedar como traidor, hubiera quedado como pendejo, que es peor”. Al día siguiente, en Atlixco, el teziuteco almorzó con sus huestes por última vez…

Con más o menos obstinación, todos los gobernadores de Puebla han padecido del síndrome de Maximino. Sufrieron sus mareos Manuel Bartlett, Melquiades Morales y Mario Marín. En una ocasión, un grupo de empresarios organizó un desayuno para el de Nativitas Cuautempan. El anfitrión lo recibió diciendo: “Gobernador, ya no queremos verle en Puebla” – una entrada desafortunada, pues recién había estallado el affair Marín-Cacho. “¡Queremos verle en Los Pinos!” – aclaró, para tranquilidad del auditorio.

Como sus predecesores, Rafael Moreno Valle apunta alto, ¡altísimo! Asegurada su plaza, el gobernador ha arrancado su campaña presidencial.

Sus cortesanos le animan. Los resultados del 5 de junio, dicen, prueban el éxito de la estrategia que les llevará de regreso a Los Pinos. Contagiados de un trastorno que engaña a los sentidos, han pasado el sexenio construyendo el mito de su invencibilidad. Le imaginan en ruta de coalición con el PRI; suponen que por vestir de azul, unos, y de tricolor, otros, forzosamente deben ser antagonistas.

A un mes de distancia, podemos hacer una lectura distinta: el PRI tiene la llave de Casa Puebla; como anticipábamos, azules y tricolores pactaron la “minigobernatura”.

Los números son engorrosos, pero nos ayudan a explicar lo dicho:

De acuerdo con los datos oficiales, la coalición liderada por José Antonio Gali ganó la elección con 869,878 votos (45.2% de la votación), distribuidos entre el PAN (675,527; 35.1%), el PANAL (62,415; 3.24%), el PCCP (56,058; 2.91%), el PT (40,137; 2.09%) y el PSI (35,731; 1.86%). La de Blanca Alcalá quedó en un lejano segundo lugar, 226,608 votos detrás de él (11.77% de diferencia). Notemos que éste fue el único escenario en el que el PANAL y el PT hicieron alianza con el PAN. Imaginemos que no hubiera sido así: si el PANAL se hubiera aliado con el PRI, como ocurrió en los demás escenarios, la diferencia entre Gali y Alcalá se hubiera reducido a 101,778 votos (5.29%); si también lo hubiera hecho el PT, como ocurrió en Aguascalientes y Chihuahua, la diferencia hubiera sido de solo 21,504 votos (1.12%). En la ecuación habría que considerar, además, el comportamiento errático del zavalista PSI.

La inclusión del PANAL en la coalición morenovallista envió una señal temprana e inequívoca de que el presidente preferiría cuidar su amistad con el muy peñista Moreno Valle a hacer un intento real de recuperar el estado. Abandonada por el gobierno federal, Alcalá pagó el precio…

El proceso electoral de 2016 puso de manifiesto la importancia estratégica de los partidos pequeños. Sirva el ejercicio anterior para demostrar que el desplazamiento de sus votos modifica todos los equilibrios. Los partidos pequeños se saben determinantes y se cotizan a la alza.

En sus oficinas de la colonia Analco, Gerardo Islas observa un mapa de la ciudad de Puebla. Seguramente, dirige su atención a los distritos del sur, donde los turquesas tienen más presencia. El PANAL venderá cara, muy cara su participación en la siguiente coalición morenovallista.

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miércoles, 6 de julio de 2016

El síndrome de Maximino Por Francisco Baeza

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“¡Manuel es un bistec con ojos!”, habría chillado Maximino cuando le informaron que su hermano menor sería candidato a la presidencia. El gobernador de Puebla “se sentía con derechos de primogenitura sobre la familia revolucionaria”, razonará Enrique Krauze.

Maximino Ávila Camacho estaba obsesionado con la presidencia. En su locura, imaginó, incluso, heredarla de su hermano. Al no ver cumplida su exigencia, amenazó con deshacerse del candidato oficialista. El 16 de febrero de 1945, Gonzalo N. Santos, compadre suyo, trató de convencerle de disciplinarse pero no le escuchó. Al contrario, trató de convencerle de amotinarse con él: “¡Bonito papelón iba yo a hacer!” – cuenta Santos, en sus memorias. “Además de quedar como traidor, hubiera quedado como pendejo, que es peor”. Al día siguiente, en Atlixco, el teziuteco almorzó con sus huestes por última vez…

Con más o menos obstinación, todos los gobernadores de Puebla han padecido del síndrome de Maximino. Sufrieron sus mareos Manuel Bartlett, Melquiades Morales y Mario Marín. En una ocasión, un grupo de empresarios organizó un desayuno para el de Nativitas Cuautempan. El anfitrión lo recibió diciendo: “Gobernador, ya no queremos verle en Puebla” – una entrada desafortunada, pues recién había estallado el affair Marín-Cacho. “¡Queremos verle en Los Pinos!” – aclaró, para tranquilidad del auditorio.

Como sus predecesores, Rafael Moreno Valle apunta alto, ¡altísimo! Asegurada su plaza, el gobernador ha arrancado su campaña presidencial.

Sus cortesanos le animan. Los resultados del 5 de junio, dicen, prueban el éxito de la estrategia que les llevará de regreso a Los Pinos. Contagiados de un trastorno que engaña a los sentidos, han pasado el sexenio construyendo el mito de su invencibilidad. Le imaginan en ruta de coalición con el PRI; suponen que por vestir de azul, unos, y de tricolor, otros, forzosamente deben ser antagonistas.

A un mes de distancia, podemos hacer una lectura distinta: el PRI tiene la llave de Casa Puebla; como anticipábamos, azules y tricolores pactaron la “minigobernatura”.

Los números son engorrosos, pero nos ayudan a explicar lo dicho:

De acuerdo con los datos oficiales, la coalición liderada por José Antonio Gali ganó la elección con 869,878 votos (45.2% de la votación), distribuidos entre el PAN (675,527; 35.1%), el PANAL (62,415; 3.24%), el PCCP (56,058; 2.91%), el PT (40,137; 2.09%) y el PSI (35,731; 1.86%). La de Blanca Alcalá quedó en un lejano segundo lugar, 226,608 votos detrás de él (11.77% de diferencia). Notemos que éste fue el único escenario en el que el PANAL y el PT hicieron alianza con el PAN. Imaginemos que no hubiera sido así: si el PANAL se hubiera aliado con el PRI, como ocurrió en los demás escenarios, la diferencia entre Gali y Alcalá se hubiera reducido a 101,778 votos (5.29%); si también lo hubiera hecho el PT, como ocurrió en Aguascalientes y Chihuahua, la diferencia hubiera sido de solo 21,504 votos (1.12%). En la ecuación habría que considerar, además, el comportamiento errático del zavalista PSI.

La inclusión del PANAL en la coalición morenovallista envió una señal temprana e inequívoca de que el presidente preferiría cuidar su amistad con el muy peñista Moreno Valle a hacer un intento real de recuperar el estado. Abandonada por el gobierno federal, Alcalá pagó el precio…

El proceso electoral de 2016 puso de manifiesto la importancia estratégica de los partidos pequeños. Sirva el ejercicio anterior para demostrar que el desplazamiento de sus votos modifica todos los equilibrios. Los partidos pequeños se saben determinantes y se cotizan a la alza.

En sus oficinas de la colonia Analco, Gerardo Islas observa un mapa de la ciudad de Puebla. Seguramente, dirige su atención a los distritos del sur, donde los turquesas tienen más presencia. El PANAL venderá cara, muy cara su participación en la siguiente coalición morenovallista.

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