El
antiguo reino de Israel (1050 a. C. – 931 a. C.) tomó prestados muchos
elementos de sus vecinos egipcios, con quienes, según Ahmed Osman en Moisés,
faraón de Egipto (Planeta, 1992), guardaban cierto parentesco. Entre otras cosas,
los israelitas imitaron de los egipcios la costumbre de santificar a sus reyes
con un aceite especial. El que utilizaban los egipcios era una substancia
elaborada a base de grasa de cocodrilo y asociada a la potencia sexual y el que
utilizaban los israelitas era una mezcla aromática que incluía mirra, casia,
canela y cálamo. Debido a esto, los reyes israelitas fueron llamados [los] ungidos,
un título que nos es más familiar en su forma hebrea, mesías,
de masah, ungir, derivado, a su vez, de la corrupción
del egipcio messeh, cocodrilo,
o en su forma griega, cristo, de khrisma, unción,
de la cual derivará el español crema.
Durante
casi un siglo, mesías y cristo fueron simplemente sinónimos de rey pero luego de la división del reino de
Israel, en 931 a. C., y, sobre todo, luego de las invasiones asiria, en 853 a.
C., y babilónica, en 597 a. C., adquirieron un sentido más amplio. Todos los
grandes profetas de la época predijeron que las milenarias penurias de los
israelitas terminarían con la venida de gran rey del linaje de David, un mesías
o un cristo, que restauraría el Reino de Israel, ejecutando la voluntad de Dios
en la Tierra; que liberaría a los judíos, los absolvería de sus pecados y los
reuniría en una misma nación. Las profecías no se cumplieron, por supuesto,
pero fueron adaptándose de una calamidad a la siguiente: de la ocupación
asiria, a la babilónica; de la babilónica, a la persa; de la persa, a la
griega; de la griega, a la romana.
Andrés
Manuel López Obrador encaja perfectamente en la figura mesiánica. Igual que
aquel que presagiaban los profetas, López Obrador, heredero del PRI de veras,
del que se escindió la Corriente Democrática, la que se llamó luego PRD y
luego, MORENA, anuncia el fin de las calamidades mexicanas. El tabasqueño promete
la refundación de México en la forma de una república amorosa de inspiración
cristiana, un país que se asemejaría al México profundo, “donde
todavía existen reservas de moral y de bondad”.
Concibiendo el poder desde una punto de vista más alamanista que juarista, en
la república amorosa el poder presidencial procedería directamente, sin
intermediarios burocráticos o institucionales, no de Dios, pero casi, del
pueblo, que sería el origen de toda autoridad pública. Vox
populi, vox Dei.
Igualmente,
López Obrador anuncia el destierro político de la mafia del poder, la clase
política que ha gobernado el país con la complicidad indispensable de la
potencia extranjera ocupante y alternándose y mezclándose sus colores, durante
los últimos 30 años. A aquellos “cuyo comportamiento ha deteriorado la vida
pública de México, tanto por el mal ejemplo como por el saqueo de las riquezas
nacionales”, López Obrador, no obstante, les ofrece una redención muy alfonsina
que con el paso del tiempo ha ido transformándose en una aún confusa propuesta
de amnistía para políticos y para criminales. El mensaje del
tabasqueño es de reconciliación y reconciliar implica conceder. A partir de él,
borrón y cuenta nueva…
Con la
autoridad de quien se considera el último hijo de la Revolución, Andrés Manuel
López Obrador exige no la destrucción, pero la reconstrucción del sistema
político mexicano. —¡Al diablo con sus instituciones! —tronó
contra los usurpadores, en 2006, furioso. Y con razón.
Antes,
otros quisieron echar abajo el templo de Herodes y levantar, en su lugar, el
propio. ¡Y ya sabemos cómo terminó la cosa!
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