La
Biblia, cuya precisión histórica es en el mejor de los casos, dudosa, cuenta
que hace unos 4 mil años la Tierra estaba habitada por gigantes. Enoc, autor
del libro homónimo, excluido de los cánones judío y cristiano desde antes de la
Septuaginta y en el concilio de Laodicea, en 364, respectivamente, pero
conservado en el de la Iglesia ortodoxa etíope, los llama nefilim,
derivado del hebreo nafal, caer,
[los] caídos. De acuerdo con Enoc, los nefilim eran un grupo de doscientos ángeles
que viendo la obra maestra de su celestial patrón no resistieron la tentación
de poseerla y bajando al mundo de los mortales tomaron igual número de mujeres,
las violaron y las embarazaron dando origen a una raza impura. Los nefilim serían los culpables de la corrupción
del Hombre; ellos le habrían enseñado a los hombres “a fabricar espadas de
hierro y corazas de cobre” y a las mujeres “el maquillaje y los adornos” y otras
brujerías. Harto de la blasfemia, Dios descargaría su ira contra ellos. ¿Lo del
Noé de Darren Aronofsky, protagonizada por Russell Crowe y Jennifer Connelly? ¡Pues
eso!
Siempre
según la Biblia, unos mil años después, cuando Moisés y su prole llegaron a
Cannan huyendo de sus parientes egipcios se encontraron con que la descendencia
de los nefilim, los que
sobrevivieron a la ira acuática de Dios, habitaban ahí. Pensando en
arrebatarles la tierra que, según, les pertenecía por derecho divino, el
patriarca envió a doce espías a averiguar si la conquista era posible. De los
doce, solo dos, Josué, de la familia de Efraín, y Caleb, de la familia de Judá,
regresaron al campamento convencidos de que lo era. Moisés obedeció a la
mayoría y decidió postergar la marcha triunfal ¡40 años!, al cabo de los cuales
los hebreos, en efecto, vencerían a los nefilim, entrarían en la
tierra prometida y se repartirían su territorio entre sus doce familias. Josué
tomaría su parte, la cual incluiría las antiguas ciudades sagradas de Siquem y
Silo, y, de hecho, asumiría el mando de los ejércitos hebreos, pero Caleb
rechazaría la suya y preferiría continuar la guerra contra los últimos gigantes
que habitaban la Tierra dirigiéndose a Hebrón donde vencería a los anaquitas.
Eric
Flores tuvo muy presente el cuento de Josué y Caleb cuando introdujo a Andrés
Manuel López Obrador como candidato del cristiano-osorista PES a la presidencia
de la República. Igual que aquellos, sugiere,
López Obrador ha visto la tierra prometida y ha regresado al campamento
convencido de que los mexicanos pueden (re)conquistarla y fundar a partir de
las lecciones alfonsinas, plasmadas en una Constitución moral, la república amorosa, ese país ideal e inalcanzable en el que
los ciudadanos practicarían el bien sin necesidad de ser obligados a ello.
Curiosamente,
Flores no compara a López Obrador con Josué, el primer gobernante de la tierra
prometida, sino con Caleb, un desconocido para el gran público. Es entendible
que el dirigente no quisiera relacionar a su candidato con quien ordenó el
sitio, el saqueo y la destrucción de Jericó, cargándose “hasta los bueyes, las
ovejas y los asnos”, sino, mejor, con quien pudiendo participar de unos
bacanales, nunca mejor dicho, de proporciones bíblicas, prefirió dedicar el
esfuerzo de sus días a combatir la corrupción del Hombre. Es una interpretación
romántica pero, en cierto sentido, acertada: si por López Obrador fuera,
probablemente gobernaría el país a la Camacho, de la misma manera que
gobierna su partido, sin pesos y contrapesos de ningún tipo; la realidad, sin
embargo, es que seguramente tendría que hacerlo con las limitaciones naturales
de los acuerdos políticos que ha ido suscribiendo. Si eso, sería un presidente
débil incapaz de capitanear otra revolución sino la moral, la del combate a la
corrupción. No sería poca cosa, por supuesto…
El
rencoroso dios del antiguo testamento no permitiría a los diez exploradores que
entregaron un informe desalentador sobre la situación en Canáan entrar a la
tierra prometida.
El
benevolente dios del testamento lopezobradorista, al contrario, un poco por
convicción pero, sobre todo, por necesidad política, permite a todos beber la
leche y la miel de la nueva República. ¡Qué remedio!
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