martes, 24 de abril de 2018

Debate #1




En estricto orden de aparición, el candidato independiente cuyo nombre Héctor Aguilar Camín no quiere mencionar, Andrés Manuel López Obrador, Ricardo Anaya, José Antonio Meade y Margarita Zavala (estigma) de Calderón participaron en el primer debate presidencial organizado por el INE, en el Palacio de Minería, en la Ciudad de México. Los cinco llamaron a votar el 1 de julio, lo que resolvió definitivamente el debate anterior —y ese sí, trascendental— que sostuvieron Edgardo Buscaglia y John Ackerman en el foro de Rompeviento TV, en marzo de 2017. Normalmente antagonistas, los protagonistas del gran debate nacional estuvieron de acuerdo en que en nuestro país no hay las condiciones para garantizar procesos electorales limpios. La solución pasaría, según de qué lado de la mesa se mire, por “boicotear las elecciones” (Buscaglia) o por “votar masivamente” (Ackerman). La revolución primero, las elecciones después o las elecciones primero, la revolución después.

El primer debate presidencial fue antecedido por semanas de violencia política, lo cual le da la razón a Buscaglia. El 14 de abril, su punto más álgido hasta el momento, un grupo de porros de la CNTE reventaron un mitin de José Antonio Meade en Puerto Escondido, Oaxaca. Entre ellos, Milenio identificó a algunos candidatos de MORENA. Andrés Manuel López Obrador es el menos beneficiado de la violencia y, por supuesto, no se puede concluir a partir de las acciones de unos cuantos que el movimiento que encabeza sea violento, sin embargo, Juan Ignacio Zavala tiene algo de razón —¡qué raras están las cosas que hasta el hermanísimo tiene algo de razón!— en que “un líder social con millones de seguidores y una intención de voto altísima” es responsable de lo que ocasionen sus palabras. Al no condenar enérgicamente a sus partidarios, López Obrador es corresponsable de la tensión política que resulta de la suma de acciones violentas individuales por pequeñas que parezcan. De la violencia verbal a la física solo hay un paso.

Últimamente, López Obrador anda huraño. La intervención de Carlos Slim a favor de la construcción del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México y la consecuente cancelación de la mesa técnica que ofrecía el Consejo Coordinador Empresarial y que le elevaba a aires de presidente electo, además de la controversia que causó la utilización de un avión privado, lo han atascado en un electoralmente innecesario debate aéreo. Para transmitir a los suyos una imagen de tranquilidad, López Obrador decidió pasar las horas previas al debate intercambiando estampitas del álbum de Panini. Ese exceso de soberbia le salió caro: tan arriba en las encuestas y con un piso tan estable, de él no se esperaba mucho, pero tampoco tan poco; en jerga mundialista, digamos que salió a cuidar el marcador, se encerró atrás, metió el autobús a la portería y se dedicó a tirar pelotazos a cualquier parte ¿Catenaccio? No. Fútbol de equipo chico.

El bombardeo sobre el área de López Obrador fue tremendo. —Me están echando montón —se excusó para no responder si la amnistía, aún confusa, que propone significa impunidad. —No es montón. ¡Es que dices cada barbaridad! —le corrigió el candidato fundamentalista islámico que minutos después propondría cortar la mano a los corruptos. En la senda del bronco se montaron los otros porque lo normal en éstas circunstancias es hacerle bolita al que va arriba. Conducta antideportiva del neoleonés, dicho sea de paso, porque saltándose el protocolo llegó a la cita antes de su hora asignada para ganarle al aguacero… aguacero que, por ese retraso, no libró el tabasqueño…

Los debates presidenciales son una “simulación democrática de la mafiocracia”, según Edgardo Buscaglia o un “excelente ejemplo de cultura democrática”, según John Ackerman.

El novedoso formato de éste año permite la implicación de los moderadores y exige concentración a los candidatos. De estos, solo uno tuvo el detalle de calidad de estar atento al reloj. ¡Punto para Ricardo Anaya!

Francisco Baeza [@paco_baeza_]. 24 de abril de 2018.

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martes, 24 de abril de 2018

Debate #1




En estricto orden de aparición, el candidato independiente cuyo nombre Héctor Aguilar Camín no quiere mencionar, Andrés Manuel López Obrador, Ricardo Anaya, José Antonio Meade y Margarita Zavala (estigma) de Calderón participaron en el primer debate presidencial organizado por el INE, en el Palacio de Minería, en la Ciudad de México. Los cinco llamaron a votar el 1 de julio, lo que resolvió definitivamente el debate anterior —y ese sí, trascendental— que sostuvieron Edgardo Buscaglia y John Ackerman en el foro de Rompeviento TV, en marzo de 2017. Normalmente antagonistas, los protagonistas del gran debate nacional estuvieron de acuerdo en que en nuestro país no hay las condiciones para garantizar procesos electorales limpios. La solución pasaría, según de qué lado de la mesa se mire, por “boicotear las elecciones” (Buscaglia) o por “votar masivamente” (Ackerman). La revolución primero, las elecciones después o las elecciones primero, la revolución después.

El primer debate presidencial fue antecedido por semanas de violencia política, lo cual le da la razón a Buscaglia. El 14 de abril, su punto más álgido hasta el momento, un grupo de porros de la CNTE reventaron un mitin de José Antonio Meade en Puerto Escondido, Oaxaca. Entre ellos, Milenio identificó a algunos candidatos de MORENA. Andrés Manuel López Obrador es el menos beneficiado de la violencia y, por supuesto, no se puede concluir a partir de las acciones de unos cuantos que el movimiento que encabeza sea violento, sin embargo, Juan Ignacio Zavala tiene algo de razón —¡qué raras están las cosas que hasta el hermanísimo tiene algo de razón!— en que “un líder social con millones de seguidores y una intención de voto altísima” es responsable de lo que ocasionen sus palabras. Al no condenar enérgicamente a sus partidarios, López Obrador es corresponsable de la tensión política que resulta de la suma de acciones violentas individuales por pequeñas que parezcan. De la violencia verbal a la física solo hay un paso.

Últimamente, López Obrador anda huraño. La intervención de Carlos Slim a favor de la construcción del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México y la consecuente cancelación de la mesa técnica que ofrecía el Consejo Coordinador Empresarial y que le elevaba a aires de presidente electo, además de la controversia que causó la utilización de un avión privado, lo han atascado en un electoralmente innecesario debate aéreo. Para transmitir a los suyos una imagen de tranquilidad, López Obrador decidió pasar las horas previas al debate intercambiando estampitas del álbum de Panini. Ese exceso de soberbia le salió caro: tan arriba en las encuestas y con un piso tan estable, de él no se esperaba mucho, pero tampoco tan poco; en jerga mundialista, digamos que salió a cuidar el marcador, se encerró atrás, metió el autobús a la portería y se dedicó a tirar pelotazos a cualquier parte ¿Catenaccio? No. Fútbol de equipo chico.

El bombardeo sobre el área de López Obrador fue tremendo. —Me están echando montón —se excusó para no responder si la amnistía, aún confusa, que propone significa impunidad. —No es montón. ¡Es que dices cada barbaridad! —le corrigió el candidato fundamentalista islámico que minutos después propondría cortar la mano a los corruptos. En la senda del bronco se montaron los otros porque lo normal en éstas circunstancias es hacerle bolita al que va arriba. Conducta antideportiva del neoleonés, dicho sea de paso, porque saltándose el protocolo llegó a la cita antes de su hora asignada para ganarle al aguacero… aguacero que, por ese retraso, no libró el tabasqueño…

Los debates presidenciales son una “simulación democrática de la mafiocracia”, según Edgardo Buscaglia o un “excelente ejemplo de cultura democrática”, según John Ackerman.

El novedoso formato de éste año permite la implicación de los moderadores y exige concentración a los candidatos. De estos, solo uno tuvo el detalle de calidad de estar atento al reloj. ¡Punto para Ricardo Anaya!

Francisco Baeza [@paco_baeza_]. 24 de abril de 2018.

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