En estricto orden de aparición, el candidato independiente cuyo
nombre Héctor Aguilar Camín no quiere mencionar, Andrés Manuel López Obrador,
Ricardo Anaya, José Antonio Meade y Margarita Zavala (estigma) de Calderón
participaron en el primer debate presidencial organizado por el INE, en el
Palacio de Minería, en la Ciudad de México. Los cinco llamaron a votar el 1 de julio, lo que resolvió
definitivamente el debate anterior —y ese sí,
trascendental— que sostuvieron Edgardo Buscaglia y John Ackerman en el foro de
Rompeviento TV, en marzo de 2017. Normalmente antagonistas, los protagonistas del gran debate
nacional estuvieron de acuerdo en que en nuestro país no hay las condiciones
para garantizar procesos electorales limpios. La solución pasaría, según de qué
lado de la mesa se mire, por “boicotear las elecciones” (Buscaglia) o por
“votar masivamente” (Ackerman). La revolución primero, las elecciones después o
las elecciones primero, la revolución después.
El primer debate presidencial fue antecedido por semanas de
violencia política, lo cual le da la razón a Buscaglia. El 14 de abril, su punto más
álgido hasta el momento, un grupo de porros de la CNTE reventaron un mitin de
José Antonio Meade en Puerto Escondido, Oaxaca. Entre ellos, Milenio identificó
a algunos candidatos de MORENA.
Andrés Manuel López Obrador es el menos beneficiado de la violencia y, por
supuesto, no se puede concluir a partir de las acciones de unos cuantos que el
movimiento que encabeza sea violento, sin embargo, Juan Ignacio Zavala tiene
algo de razón —¡qué raras están las cosas que hasta el hermanísimo tiene algo
de razón!— en que “un líder social con millones de
seguidores y una intención de voto altísima” es responsable de lo que ocasionen
sus palabras. Al no condenar
enérgicamente a sus partidarios, López Obrador es corresponsable de la tensión
política que resulta de la suma de acciones violentas individuales por pequeñas
que parezcan. De la violencia verbal a la física solo hay un paso.
Últimamente, López Obrador anda huraño. La intervención de
Carlos Slim a favor de la construcción del nuevo aeropuerto de la Ciudad de
México y la consecuente cancelación de la mesa técnica que ofrecía el Consejo
Coordinador Empresarial y que le elevaba a aires de presidente electo, además
de la controversia que causó la utilización de un avión privado, lo han
atascado en un electoralmente innecesario debate aéreo. Para transmitir a los suyos una
imagen de tranquilidad, López Obrador decidió pasar las horas previas al debate
intercambiando estampitas del álbum de Panini. Ese exceso de soberbia le salió caro: tan arriba en las
encuestas y con un piso tan estable, de él no se esperaba mucho, pero tampoco
tan poco; en jerga mundialista, digamos que salió a cuidar el marcador, se
encerró atrás, metió el autobús a la portería y se dedicó a tirar pelotazos a
cualquier parte ¿Catenaccio?
No. Fútbol de equipo chico.
El bombardeo sobre el área de López Obrador fue tremendo. —Me
están echando montón —se excusó para no responder si la amnistía, aún confusa,
que propone significa impunidad. —No es montón. ¡Es que dices cada barbaridad!
—le corrigió el candidato fundamentalista islámico que minutos después
propondría cortar la mano a los corruptos. En la senda del bronco se montaron
los otros porque lo normal en éstas circunstancias es hacerle bolita al que va
arriba. Conducta antideportiva del neoleonés, dicho sea de paso, porque
saltándose el protocolo llegó a la cita antes de su hora asignada para ganarle
al aguacero… aguacero que, por ese retraso, no libró el tabasqueño…
Los debates presidenciales son una “simulación democrática de la
mafiocracia”, según Edgardo Buscaglia o un “excelente ejemplo de cultura
democrática”, según John Ackerman.
El novedoso formato de éste año permite la implicación de los
moderadores y exige concentración a los candidatos. De estos, solo uno tuvo el
detalle de calidad de estar atento al reloj. ¡Punto para Ricardo Anaya!
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