Mucho se
puede decir sobre el cine nacional, de su época de oro, sus inolvidables divas
y míticos personajes, sin embargo, esta anécdota como de sueño, no será ni
sobre las figuras de la gran pantalla ni mucho menos sobre artistas, y sí, si
del cine nacional.
Resulta
que un día Leonardo, mi amigo, me invitó a comer un huarache a La Merced y pues
ya ahí me pedí también un pambazo y dos cocacolas, la cosa es que después,
caminamos, yo siempre pensando que hacia el metro, pero en realidad era más al
sentido contrario, de repente, mi amigo giró en una especie de local como entrada
de centro comercial, amplio; me sorprendí y pensé que tal vez era un estacionamiento.
Pasamos una especie de locales con cortinas cerradas, llegamos a un par de
escalones donde descansaba un alebrije gigante, colorido y bien hecho, con tres
calaveras en la cabeza y bigotes verdes que salían en todas direcciones, con
ojos saltones y garras amenazantes, cola larga y abdomen articulado, justo
después del personaje que nos dio la bienvenida se encontraba una taquilla.
– Vamos
a entrar ¿no?– me dijo Leonardo señalando la taquilla.
– No lo
sé, sí, si quieres– respondí un tanto confuso.
y entonces
me dio cuarenta y cinco pesos y me pidió que comprara los boletos, la señora de
la taquilla se asomó como para verme bien la cara y comprobar que no le estaba
vendiendo a un menor de edad, yo le pedí dos y me los dio, no sin que antes yo
dejara el dinero sobre la charola metálica debajo del mini cristal de la
taquilla. Alrededor de dicha ventanita un sin numero de carteles de todo tipo,
desde talleres y cursos, publicidad varia, hasta las películas que se exhibían
en ese momento.
La
primer sala me parecía mas bien una trampa, porque es tipo estadio y los
escalones no se veían, tal vez por que cuesta trabajo acostumbrarse a la
oscuridad y esa tarde el sol brillaba tanto que entré deslumbrado. Parecía
estar vacío, sin embargo conforme mi vista se aclaraba aparecían unos cuantos
bultos apenas divisibles, dispersos por aquí y por allá que se movían poco y
comencé a recorrer la sala, poco a poco descubría entre las filas de esas
butacas frías y calladas, a parejas que se daban placer entre ellos, bien se
masturbaban ambos, uno le hacía sexo oral al otro o se besaban mientras se
tocaban con frenesí sus miembros.
Yo
caminaba despacio y queriendo observar, no quería que ningún detalle se me
escapara, no quería dejar de ver sexo explícito y algo sucio en ese lugar como
clandestino. La sala me sorprendió por su tamaño, es amplia, grande, bastante
mejor acondicionada que la segunda y en forma de abanico, de paredes altísimas;
la mayoría de los ahí presentes, como almas en pena, deambulaban de un lado a
otro como buscando al chico indicado, como queriendo encontrar el amor, con
ciertas ganas desesperadas de besar unos labios, de acariciar un cuerpo
caliente y firme, entonces, comenzó el juego de la seducción.
Del lado
derecho de la sala había una especie de salida, una puerta con demasiada
iluminación, donde descubrí un baño, a pesar de que su antesala es oscura, aquí
la luz blanca sobra, no sé si es exagerada, pero te permite, si no
arrepentirte, quizá si desengañarte, porque la oscuridad siempre es, al final,
un engaño para sentirse libre y sin prejuicios de entregarse a los placeres del
cuerpo, para no avergonzarse, para desinhibirse, puede ser entonces que tenga
razón la canción: " el corazón, a media luz, siempre se entregará" o
por lo menos si existe algún sitio donde se cumpla la letra de la canción,
seguro que es aquí en el Cine Nacional.
En las
paredes a cierta distancia unas de otras, y a una altura considerable, había unas
lámparas que más bien son sólo los focos y que debajo de ellos dibujan un
triangulo de luz, como en las calles a mitad de la noche, que no alumbran pero
que dejan ver un poco mejor a quien se encuentra por ahí cuando pasa por debajo.
Hubo chicos que se acercaron bajo ellas como para hacerse notar y atraer a
alguno que quisiera disfrutar con ellos de sexo clandestino, parecían más bien
prostitutos que esperaban clientes; yo me dediqué a observar y a caminar lento.
Como en
cada lugar de encuentro como este, nunca fata un anciano que pretende
conquistar a un jovenzuelo fácil y dispuesto, aunque aquí abundan de esos
viejos lujuriosos que te miran de arriba abajo desnudándote con la mirada,
misma que es imposible percibir a media luz entre la oscuridad, pero que se
intuye, que se siente, no faltó quien me quiso seguir y hasta quien me insinuó
seguirlo o acercarme, tampoco quien entre los pasillos, al cruzarnos, se me
acercara intentando provocarme y hasta quien me tocó por encima del pantalón,
pero cuando volteaba para tratar de definir sus caras y sus cuerpos entre la penumbra,
entrecerrando los ojos como para aclarar mi visión, percibía a hombres que me
decepcionaban de inmediato y entonces emprendía la huida; cuando notaba que ya
no me seguían volvía a aligerar el paso…
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