Francisco
Baeza [@paco_baeza_]. 10 de enero de 2017.
“Nerón contemplaba
el incendio, fascinado con la hermosura de la llama, y, vestido de teatro,
cantaba la toma de Troya” (Suetonio).
Seguramente,
Enrique Peña Nieto no sea el estadista que sus más allegados ensalzan, pero
tampoco es ningún idiota. Tan pronto regreso de sus vacaciones —unas vacaciones
que, dicho sea de paso, le confirmaron en el imaginario popular como un líder
ausente—, dio un golpe de autoridad:
La
reincorporación de Luis Videgaray al gabinete confirma que el mexiquense es el
candidato del presidente y ensancha la fractura entre las distintas facciones
al interior del PRI. La dimisionaria Claudia Ruiz Massieu es la última de una
larga lista de funcionarios salinistas que han sido relegados durante éste
sexenio...
En éste
contexto político, el gobierno federal anunció el incremento de los precios de
los combustibles. ¡Y ardió el país!
Entre los
humos del incendio se confunden los reclamos sociales genuinos y una lucha
fratricida por el control de la sucesión presidencial. La manipulación política
de la protesta social, tiene múltiples consecuencias. La infiltración de
violentos desalienta y deslegitima las protestas, y, más importante, las
convierte en excusa para tomar una salida autoritaria. El caos, inédito,
justificaría la imposición del orden:
Sabedores
de que el país se aproxima a un periodo de ingobernabilidad sin precedentes,
Salvador Cienfuegos y Vidal Soberón se mueven para ocupar el vació de poder. El
8 de diciembre, exigían a las autoridades civiles la aprobación de un marco
legal que regule su participación en las tareas del orden civil. Frente a la
debilidad de las corporaciones policíacas, a las cuales suplen y las cuales han
sido inútiles durante la última crisis, el ejército y la marina se declaran “vigorosos, entregados y atentos”.
La reivindicación
no tiene sentido toda vez que el sexenio ha entrado en fase transitoria y no se
espera una modificación en la estrategia de seguridad del gobierno federal. —¿Por qué la urgencia de regularizar lo que ha sido tan
aceptadamente irregular durante diez años? —se preguntaba Julio Hernández—.
¿Qué tareas especiales habrán de realizar los militares de ahora en adelante?
Respondiendo
a las exigencias de los principales mandos castrenses y con los ecos de los
bloqueos carreteros y los saqueos de fondo, los poderes Ejecutivo y Legislativo
han comenzado a discutir la aprobación de la Ley de seguridad interior. La
iniciativa de ley propuesta por el PRI facultaría a los militares para atender,
precisamente, “los actos violentos que atenten contra el orden institucional
[…] o que pongan en peligro a la sociedad, sus bienes y la infraestructura
estratégica o la estabilidad y la paz pública”.
La
aprobación de la Ley de seguridad interior permitiría a los militares interferir
en la vida política del país. El objetivo, controlar el proceso electoral de
2018:
Amparándose
la nueva ley, el régimen intentaría desconectar la protesta social de 2017 del
proceso electoral de 2018. Apelando al argumento ambiguo de proteger la
“estabilidad y la paz pública”, podría abortar la repetición de la crisis de
2006, un remix al que deberíamos añadirle la mala
gestión del gobierno saliente y creciente malestar social, la desconfianza de
los ciudadanos en las instituciones y el deterioro de los canales de
participación tradicionales, además del desarrollo de tecnologías que
facilitan el acceso a la información y optimizan las protestas; y, también, el
recuerdo reciente de una docena de acampadas que han transitado exitosamente de
la plaza al palacio guiándose por los ecos de la proclama histórica de Stéphane
Hessel: —Los veteranos de los movimientos de resistencia hacemos un llamado a
ésta generación […] Tomen nuestro lugar: indignez-vous!
Los últimos
meses del sexenio pondrán a prueba la fortaleza de nuestras instituciones.
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