Procrastinación:
El enemigo silencioso que sabotea nuestro bienestar personal y laboral
Por: Jorge
Lemus Abreu
Licenciado
en Psicología, Maestro en Ciencias Pedagógicas y Doctor en Educación
La procrastinación es, sin duda, uno de los
fenómenos más extendidos y subestimados de nuestra vida contemporánea. Aunque
suele percibirse como un simple acto de “dejar para después” o una falta de
disciplina, lo cierto es que su trasfondo psicológico es mucho más profundo y
complejo. Se trata de un patrón conductual en el que una persona posterga
actividades importantes, aun contando con el tiempo y los recursos para
realizarlas, sustituyéndolas por tareas irrelevantes o placenteras que ofrecen
una gratificación inmediata. Este comportamiento no es pereza disfrazada; es un
reflejo de una dificultad emocional para enfrentar el malestar asociado con
ciertas demandas.
Diversas investigaciones en el campo de la
psicología han identificado múltiples raíces detrás de este patrón evasivo. La
ansiedad anticipatoria, por ejemplo, genera una necesidad urgente de evitar
aquellas tareas que despiertan miedo o estrés. A su vez, el perfeccionismo
extremo actúa como un bloqueo silencioso, ya que el deseo de hacer las cosas
“perfectas” paraliza la acción cuando no se perciben las condiciones ideales.
Otra causa relevante es el sesgo hacia la gratificación inmediata, donde el
cerebro tiende a elegir pequeñas recompensas ahora —como revisar redes sociales
o los videojuegos— en lugar de enfrentar responsabilidades que prometen beneficios
más lejanos. Por otro lado, las personas con escasas habilidades de
planificación o gestión del tiempo tienden a sentirse abrumadas ante tareas
complejas, lo que facilita la evitación. Finalmente, creencias limitantes como
“no soy capaz” o “esto me va a salir mal”, relacionados con la autopercepción,
actúan como sabotajes internos que refuerzan la postergación.
En el ámbito psicológico, se ha reconocido que no
toda procrastinación es igual. Se distingue entre la procrastinación activa y
la pasiva. La primera ocurre cuando una persona decide postergar de forma
voluntaria porque considera que trabaja mejor bajo presión o busca
deliberadamente ese pico de estrés como impulso. Este tipo de procrastinador
suele mantener cierto nivel de productividad, aunque con un desgaste
considerable, pues genera estrés, gran cantidad de cortisol y por tanto
oxidación celular, que ocasiona un desgaste prematuro de nuestras células y
acelerando procesos degenerativos o de envejecimiento. La procrastinación
pasiva, por otro lado, es más preocupante: se caracteriza por la inacción
involuntaria, bloqueos emocionales, dificultades para tomar decisiones y una
sensación de incapacidad para comenzar, incluso cuando se desea hacerlo. Este
segundo tipo tiene un impacto directo sobre la autoestima, la percepción de
eficacia personal y el bienestar general.
El efecto de la procrastinación en la salud mental
ha sido ampliamente documentado. Diversos estudios han confirmado que postergar
tareas de manera habitual está relacionado con el incremento de síntomas
depresivos, altos niveles de ansiedad, estrés crónico y trastornos del sueño.
El problema no radica solo en la acumulación de tareas, sino en el peso
emocional que ello conlleva. La persona procrastinadora suele experimentar un
ciclo de culpa, frustración y autoevaluación negativa, lo cual deteriora su
imagen personal y alimenta la sensación de incompetencia. La procrastinación
está asociada con niveles elevados de ansiedad, estrés crónico y trastornos del
sueño. En casos más graves, este comportamiento se vincula a cuadros clínicos
como la depresión, en los que la falta de motivación alimenta la inacción,
generando un bucle difícil de romper. También puede fomentar hábitos poco
saludables como el aislamiento, la alimentación desordenada o el consumo de
sustancias e incluso el uso de las redes sociales o los videojuegos como escape
emocional.
En el terreno académico, las cifras resultan
especialmente alarmantes. Hasta el 95% de los estudiantes universitarios han
reconocido experimentar algún grado de procrastinación, y más del 40% afirma
hacerlo casi siempre al realizar tareas como ensayos, exámenes o lectura de
materiales. Este patrón no solo compromete el rendimiento escolar, sino que
afecta la formación de hábitos de estudio saludables. En el ámbito laboral, las
estadísticas no son más optimistas. Estudios en distintas organizaciones
revelan que entre el 30% y el 75% de los trabajadores presentan niveles medios
a altos de procrastinación. Esta conducta impacta directamente en la eficiencia,
la productividad y la satisfacción laboral. Además, se ha observado que los
jóvenes adultos (18-25 años) y los hombres tienden a presentar mayores niveles
de procrastinación laboral, lo que sugiere una posible influencia de factores
socioculturales y generacionales.
Frente a esta realidad, la psicología contemporánea
propone una serie de abordajes terapéuticos eficaces. La Terapia
Cognitivo-Conductual (TCC) se ha consolidado como una de las más efectivas, al
permitir identificar y modificar pensamientos automáticos y creencias
disfuncionales que impiden la acción. A través de esta terapia, se enseña a
dividir tareas grandes en pasos pequeños, establecer metas alcanzables y
manejar la autoexigencia desmedida. Por su parte, la Terapia de Aceptación y Compromiso
(ACT) invita a aceptar las emociones incómodas sin tratar de evitarlas,
comprometiéndose con acciones alineadas a los valores personales, aun cuando
estas impliquen cierto malestar. Ambas terapias coinciden en la importancia de
entrenar la regulación emocional y la tolerancia al malestar como parte
esencial del proceso de cambio.
Desde la neurociencia, se ha comprobado que la
procrastinación está vinculada con un desequilibrio en los sistemas cerebrales
responsables de la planificación, la regulación emocional y la toma de
decisiones. Mientras la amígdala se activa ante el miedo o el estrés de una
tarea, la corteza prefrontal —encargada de la planificación y el autocontrol—
puede quedar inhibida si no se cuenta con estrategias adecuadas. Por ello, se recomienda
incorporar prácticas de respiración consciente, visualización de metas
cumplidas y reforzamiento positivo tras cada pequeño logro, ya que estas
acciones reactivan circuitos cerebrales que fortalecen la acción.
En suma, la procrastinación no debe ser entendida
como un defecto de carácter o una debilidad moral, sino como una respuesta
emocional compleja ante exigencias percibidas como amenazantes o abrumadoras.
Su abordaje requiere una mirada integradora que considere tanto el aspecto
cognitivo como el emocional, combinando estrategias de planificación,
entrenamiento en autorregulación emocional, y en muchos casos, acompañamiento
terapéutico. Procrastinar no te hace perezoso. Significa que algo dentro de ti
está evitando sentir. A veces miedo, a veces inseguridad, a veces fatiga
emocional. Comprender ese mecanismo y actuar con compasión hacia uno mismo es
el primer paso para transformar este hábito. La solución no está en exigirte
más, sino en aprender a manejar las emociones que sabotean tu acción. Actuar
sin posponer es, también, un acto profundo de autocuidado.
Sanar es amar.
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