viernes, 29 de agosto de 2025

Ondas Alfa

 


Procrastinación: El enemigo silencioso que sabotea nuestro bienestar personal y laboral

Por: Jorge Lemus Abreu

Licenciado en Psicología, Maestro en Ciencias Pedagógicas y Doctor en Educación

La procrastinación es, sin duda, uno de los fenómenos más extendidos y subestimados de nuestra vida contemporánea. Aunque suele percibirse como un simple acto de “dejar para después” o una falta de disciplina, lo cierto es que su trasfondo psicológico es mucho más profundo y complejo. Se trata de un patrón conductual en el que una persona posterga actividades importantes, aun contando con el tiempo y los recursos para realizarlas, sustituyéndolas por tareas irrelevantes o placenteras que ofrecen una gratificación inmediata. Este comportamiento no es pereza disfrazada; es un reflejo de una dificultad emocional para enfrentar el malestar asociado con ciertas demandas.

Diversas investigaciones en el campo de la psicología han identificado múltiples raíces detrás de este patrón evasivo. La ansiedad anticipatoria, por ejemplo, genera una necesidad urgente de evitar aquellas tareas que despiertan miedo o estrés. A su vez, el perfeccionismo extremo actúa como un bloqueo silencioso, ya que el deseo de hacer las cosas “perfectas” paraliza la acción cuando no se perciben las condiciones ideales. Otra causa relevante es el sesgo hacia la gratificación inmediata, donde el cerebro tiende a elegir pequeñas recompensas ahora —como revisar redes sociales o los videojuegos— en lugar de enfrentar responsabilidades que prometen beneficios más lejanos. Por otro lado, las personas con escasas habilidades de planificación o gestión del tiempo tienden a sentirse abrumadas ante tareas complejas, lo que facilita la evitación. Finalmente, creencias limitantes como “no soy capaz” o “esto me va a salir mal”, relacionados con la autopercepción, actúan como sabotajes internos que refuerzan la postergación.

En el ámbito psicológico, se ha reconocido que no toda procrastinación es igual. Se distingue entre la procrastinación activa y la pasiva. La primera ocurre cuando una persona decide postergar de forma voluntaria porque considera que trabaja mejor bajo presión o busca deliberadamente ese pico de estrés como impulso. Este tipo de procrastinador suele mantener cierto nivel de productividad, aunque con un desgaste considerable, pues genera estrés, gran cantidad de cortisol y por tanto oxidación celular, que ocasiona un desgaste prematuro de nuestras células y acelerando procesos degenerativos o de envejecimiento. La procrastinación pasiva, por otro lado, es más preocupante: se caracteriza por la inacción involuntaria, bloqueos emocionales, dificultades para tomar decisiones y una sensación de incapacidad para comenzar, incluso cuando se desea hacerlo. Este segundo tipo tiene un impacto directo sobre la autoestima, la percepción de eficacia personal y el bienestar general.

El efecto de la procrastinación en la salud mental ha sido ampliamente documentado. Diversos estudios han confirmado que postergar tareas de manera habitual está relacionado con el incremento de síntomas depresivos, altos niveles de ansiedad, estrés crónico y trastornos del sueño. El problema no radica solo en la acumulación de tareas, sino en el peso emocional que ello conlleva. La persona procrastinadora suele experimentar un ciclo de culpa, frustración y autoevaluación negativa, lo cual deteriora su imagen personal y alimenta la sensación de incompetencia. La procrastinación está asociada con niveles elevados de ansiedad, estrés crónico y trastornos del sueño. En casos más graves, este comportamiento se vincula a cuadros clínicos como la depresión, en los que la falta de motivación alimenta la inacción, generando un bucle difícil de romper. También puede fomentar hábitos poco saludables como el aislamiento, la alimentación desordenada o el consumo de sustancias e incluso el uso de las redes sociales o los videojuegos como escape emocional.

En el terreno académico, las cifras resultan especialmente alarmantes. Hasta el 95% de los estudiantes universitarios han reconocido experimentar algún grado de procrastinación, y más del 40% afirma hacerlo casi siempre al realizar tareas como ensayos, exámenes o lectura de materiales. Este patrón no solo compromete el rendimiento escolar, sino que afecta la formación de hábitos de estudio saludables. En el ámbito laboral, las estadísticas no son más optimistas. Estudios en distintas organizaciones revelan que entre el 30% y el 75% de los trabajadores presentan niveles medios a altos de procrastinación. Esta conducta impacta directamente en la eficiencia, la productividad y la satisfacción laboral. Además, se ha observado que los jóvenes adultos (18-25 años) y los hombres tienden a presentar mayores niveles de procrastinación laboral, lo que sugiere una posible influencia de factores socioculturales y generacionales.

Frente a esta realidad, la psicología contemporánea propone una serie de abordajes terapéuticos eficaces. La Terapia Cognitivo-Conductual (TCC) se ha consolidado como una de las más efectivas, al permitir identificar y modificar pensamientos automáticos y creencias disfuncionales que impiden la acción. A través de esta terapia, se enseña a dividir tareas grandes en pasos pequeños, establecer metas alcanzables y manejar la autoexigencia desmedida. Por su parte, la Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT) invita a aceptar las emociones incómodas sin tratar de evitarlas, comprometiéndose con acciones alineadas a los valores personales, aun cuando estas impliquen cierto malestar. Ambas terapias coinciden en la importancia de entrenar la regulación emocional y la tolerancia al malestar como parte esencial del proceso de cambio.

Desde la neurociencia, se ha comprobado que la procrastinación está vinculada con un desequilibrio en los sistemas cerebrales responsables de la planificación, la regulación emocional y la toma de decisiones. Mientras la amígdala se activa ante el miedo o el estrés de una tarea, la corteza prefrontal —encargada de la planificación y el autocontrol— puede quedar inhibida si no se cuenta con estrategias adecuadas. Por ello, se recomienda incorporar prácticas de respiración consciente, visualización de metas cumplidas y reforzamiento positivo tras cada pequeño logro, ya que estas acciones reactivan circuitos cerebrales que fortalecen la acción.

En suma, la procrastinación no debe ser entendida como un defecto de carácter o una debilidad moral, sino como una respuesta emocional compleja ante exigencias percibidas como amenazantes o abrumadoras. Su abordaje requiere una mirada integradora que considere tanto el aspecto cognitivo como el emocional, combinando estrategias de planificación, entrenamiento en autorregulación emocional, y en muchos casos, acompañamiento terapéutico. Procrastinar no te hace perezoso. Significa que algo dentro de ti está evitando sentir. A veces miedo, a veces inseguridad, a veces fatiga emocional. Comprender ese mecanismo y actuar con compasión hacia uno mismo es el primer paso para transformar este hábito. La solución no está en exigirte más, sino en aprender a manejar las emociones que sabotean tu acción. Actuar sin posponer es, también, un acto profundo de autocuidado.

Sanar es amar.


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Procrastinación: El enemigo silencioso que sabotea nuestro bienestar personal y laboral

Por: Jorge Lemus Abreu

Licenciado en Psicología, Maestro en Ciencias Pedagógicas y Doctor en Educación

La procrastinación es, sin duda, uno de los fenómenos más extendidos y subestimados de nuestra vida contemporánea. Aunque suele percibirse como un simple acto de “dejar para después” o una falta de disciplina, lo cierto es que su trasfondo psicológico es mucho más profundo y complejo. Se trata de un patrón conductual en el que una persona posterga actividades importantes, aun contando con el tiempo y los recursos para realizarlas, sustituyéndolas por tareas irrelevantes o placenteras que ofrecen una gratificación inmediata. Este comportamiento no es pereza disfrazada; es un reflejo de una dificultad emocional para enfrentar el malestar asociado con ciertas demandas.

Diversas investigaciones en el campo de la psicología han identificado múltiples raíces detrás de este patrón evasivo. La ansiedad anticipatoria, por ejemplo, genera una necesidad urgente de evitar aquellas tareas que despiertan miedo o estrés. A su vez, el perfeccionismo extremo actúa como un bloqueo silencioso, ya que el deseo de hacer las cosas “perfectas” paraliza la acción cuando no se perciben las condiciones ideales. Otra causa relevante es el sesgo hacia la gratificación inmediata, donde el cerebro tiende a elegir pequeñas recompensas ahora —como revisar redes sociales o los videojuegos— en lugar de enfrentar responsabilidades que prometen beneficios más lejanos. Por otro lado, las personas con escasas habilidades de planificación o gestión del tiempo tienden a sentirse abrumadas ante tareas complejas, lo que facilita la evitación. Finalmente, creencias limitantes como “no soy capaz” o “esto me va a salir mal”, relacionados con la autopercepción, actúan como sabotajes internos que refuerzan la postergación.

En el ámbito psicológico, se ha reconocido que no toda procrastinación es igual. Se distingue entre la procrastinación activa y la pasiva. La primera ocurre cuando una persona decide postergar de forma voluntaria porque considera que trabaja mejor bajo presión o busca deliberadamente ese pico de estrés como impulso. Este tipo de procrastinador suele mantener cierto nivel de productividad, aunque con un desgaste considerable, pues genera estrés, gran cantidad de cortisol y por tanto oxidación celular, que ocasiona un desgaste prematuro de nuestras células y acelerando procesos degenerativos o de envejecimiento. La procrastinación pasiva, por otro lado, es más preocupante: se caracteriza por la inacción involuntaria, bloqueos emocionales, dificultades para tomar decisiones y una sensación de incapacidad para comenzar, incluso cuando se desea hacerlo. Este segundo tipo tiene un impacto directo sobre la autoestima, la percepción de eficacia personal y el bienestar general.

El efecto de la procrastinación en la salud mental ha sido ampliamente documentado. Diversos estudios han confirmado que postergar tareas de manera habitual está relacionado con el incremento de síntomas depresivos, altos niveles de ansiedad, estrés crónico y trastornos del sueño. El problema no radica solo en la acumulación de tareas, sino en el peso emocional que ello conlleva. La persona procrastinadora suele experimentar un ciclo de culpa, frustración y autoevaluación negativa, lo cual deteriora su imagen personal y alimenta la sensación de incompetencia. La procrastinación está asociada con niveles elevados de ansiedad, estrés crónico y trastornos del sueño. En casos más graves, este comportamiento se vincula a cuadros clínicos como la depresión, en los que la falta de motivación alimenta la inacción, generando un bucle difícil de romper. También puede fomentar hábitos poco saludables como el aislamiento, la alimentación desordenada o el consumo de sustancias e incluso el uso de las redes sociales o los videojuegos como escape emocional.

En el terreno académico, las cifras resultan especialmente alarmantes. Hasta el 95% de los estudiantes universitarios han reconocido experimentar algún grado de procrastinación, y más del 40% afirma hacerlo casi siempre al realizar tareas como ensayos, exámenes o lectura de materiales. Este patrón no solo compromete el rendimiento escolar, sino que afecta la formación de hábitos de estudio saludables. En el ámbito laboral, las estadísticas no son más optimistas. Estudios en distintas organizaciones revelan que entre el 30% y el 75% de los trabajadores presentan niveles medios a altos de procrastinación. Esta conducta impacta directamente en la eficiencia, la productividad y la satisfacción laboral. Además, se ha observado que los jóvenes adultos (18-25 años) y los hombres tienden a presentar mayores niveles de procrastinación laboral, lo que sugiere una posible influencia de factores socioculturales y generacionales.

Frente a esta realidad, la psicología contemporánea propone una serie de abordajes terapéuticos eficaces. La Terapia Cognitivo-Conductual (TCC) se ha consolidado como una de las más efectivas, al permitir identificar y modificar pensamientos automáticos y creencias disfuncionales que impiden la acción. A través de esta terapia, se enseña a dividir tareas grandes en pasos pequeños, establecer metas alcanzables y manejar la autoexigencia desmedida. Por su parte, la Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT) invita a aceptar las emociones incómodas sin tratar de evitarlas, comprometiéndose con acciones alineadas a los valores personales, aun cuando estas impliquen cierto malestar. Ambas terapias coinciden en la importancia de entrenar la regulación emocional y la tolerancia al malestar como parte esencial del proceso de cambio.

Desde la neurociencia, se ha comprobado que la procrastinación está vinculada con un desequilibrio en los sistemas cerebrales responsables de la planificación, la regulación emocional y la toma de decisiones. Mientras la amígdala se activa ante el miedo o el estrés de una tarea, la corteza prefrontal —encargada de la planificación y el autocontrol— puede quedar inhibida si no se cuenta con estrategias adecuadas. Por ello, se recomienda incorporar prácticas de respiración consciente, visualización de metas cumplidas y reforzamiento positivo tras cada pequeño logro, ya que estas acciones reactivan circuitos cerebrales que fortalecen la acción.

En suma, la procrastinación no debe ser entendida como un defecto de carácter o una debilidad moral, sino como una respuesta emocional compleja ante exigencias percibidas como amenazantes o abrumadoras. Su abordaje requiere una mirada integradora que considere tanto el aspecto cognitivo como el emocional, combinando estrategias de planificación, entrenamiento en autorregulación emocional, y en muchos casos, acompañamiento terapéutico. Procrastinar no te hace perezoso. Significa que algo dentro de ti está evitando sentir. A veces miedo, a veces inseguridad, a veces fatiga emocional. Comprender ese mecanismo y actuar con compasión hacia uno mismo es el primer paso para transformar este hábito. La solución no está en exigirte más, sino en aprender a manejar las emociones que sabotean tu acción. Actuar sin posponer es, también, un acto profundo de autocuidado.

Sanar es amar.


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