Acceso real al poder legislativo: la reforma electoral que
urge debatir
Si el poder no te incluye, la democracia se reduce a una
ceremonia.
¿Por qué eliminar los plurinominales?
¿Qué tan sostenible es para la sociedad financiar
estructuras políticas obsoletas y disfuncionales?
Una reforma electoral no solo cambia reglas: puede cambiar
el juego. Hoy, la propuesta de eliminar los plurinominales —esa vía
discrecional para acceder al poder sin necesidad de votos populares— ha
desatado nerviosismo entre figuras políticas, casos que no se repetirán por
mencionar algunos ejemplos “Alito Moreno, Marko Cortés o Ricardo Anaya.” Ademas
de que se va buscar la reducción del presupuesto que los partidos obtienen sin
obligación de rendición de cuentas.
Hablar de democracia es hablar de procedimiento, de
transparencia, de reglas claras. No es viable aspirar a legisladores o
diputados legítimos si el mecanismo de acceso al poder sigue siendo trampolín
que no requiere ningún esfuerzo. Este proceso electoral es histórico, y es la
primera vez que una iniciativa formal intenta poner fin a los plurinominales en
la Cámara de Diputados.
¿Por qué eliminar los plurinominales? Porque son puestos
concedidos desde dentro de los partidos, sin intervención ciudadana. Los
elegidos reciben choferes, camionetas blindadas, viáticos y viajes pagados;
mientras, quien realmente debería decidir, el pueblo, se queda al margen. Si la
democracia interna de los partidos es opaca, listas pactadas, candidaturas por
dedazo, ¿cómo aspirar a una democracia plena?
Esto nos lleva a reflexionar: ¿Debería la reforma ir más
allá? Si la soberanía reside en el pueblo, todos los actores deben estar
implicados, ciudadanos, autoridades y partidos.
Y si esta propuesta prospera, irreversiblemente reducirá el
presupuesto de los partidos y los beneficios para sus cuadros. Entonces conviene
preguntarse: ¿Seguirán peleando los políticos por los cargos sin la promesa de
los beneficios?
Un diputado federal recibe en promedio 79,000 pesos netos al
mes, que con prestaciones ascienden a 153,000 pesos mensuales, si reducimos la
Cámara de 500 a 300 diputados, imaginemos el ahorro que significaría. En 2024,
los partidos recibieron más de 10,444 millones de pesos en financiamiento
público para actividades ordinarias y campañas, durante campañas, cada
candidatura puede gastar hasta 660 millones de pesos, distribuidos “según”
fórmulas legales.
Preguntas que invitan a pensar:
¿Es justo mantener una representación “reservada” cuando la
legitimidad democrática exige decisión ciudadana?
¿Qué tan sostenible es para la sociedad financiar
estructuras políticas obsoletas y disfuncionales?
¿Estamos dispuestos a recuperar dinero público y eficiencia
legislativa?
¿Podría este cambio promover pluralidad real y acabar con la
reproducción de elites partidistas?
Toda reforma que toque la arquitectura e ingeniería del
poder debe aprender a sortear críticas y obstáculos. En Morena no hay
pensamiento único, y eso, lejos de ser un defecto, es saludable, la
deliberación interna evita que la política se convierta en obediencia. Aun así,
los partidos aliados, el partido Verde y del Trabajo, han acompañado la
iniciativa, a sabiendas de que podrían ser los más afectados. El Verde opera
con lógica de negocio y actúa conforme a sus intereses, el PT, históricamente
distante del modelo neoliberal, pero sabe que sin el acompañamiento de Morena
su margen de maniobra sería limitado. Ese equilibrio imperfecto también forma
parte del momento político, nadie llega solo y nadie decide solo.
En el diseño de la ruta, Pablo Gómez ha insistido en algo
que conviene subrayar: “se escuchará a todos”. Más que una consigna, debería
ser un método. Una reforma de este nivel no puede anclarse en certezas
dogmáticas, ni de los partidarios, ni de los detractores, sino en la
construcción de reglas comunes que resistan el paso del tiempo y los cambios de
gobierno.
Lo que se busca es desmontar una hipocresía electoral que se
instaló durante años, procedimientos que, bajo el lenguaje de la
representación, terminaban blindando privilegios y cerrando el acceso al
ciudadano común. Buena parte de la oposición actúa como si su visión fuera la
única autorizada para definir la democracia, invocando un supuesto monopolio de
experiencia técnica, pero el país ya no es el mismo. México es hoy una sociedad
más politizada, más involucrada, más exigente, hay gente que apoya y, al mismo
tiempo, critica, que participa y pide cuentas, que no se conforma con el ritual
de siempre.
Si la ciudadanía crece, las formas del debate deben crecer
con ella. Se descalifica, con frecuencia, la herramienta de las consultas
populares,“carísimas”, “manipuladas y manipuladoras”, como si escuchar a la
gente fuera un gasto inecesario. Son ejercicios perfectibles, sin duda, pero su
sentido es claro, democratizar la decisión mediante el involucramiento. Si el
poder no te incluye, la democracia se reduce a una ceremonia.
Durante décadas nos dijeron que participar era acudir a la
casilla y volver a casa. Aquella idea de democracia ya no alcanza. Las reglas
del acceso al poder, cómo se elige, con qué financiamientos, bajo qué controles
y límites deben abrirse a la discusión pública, no para sustituir
instituciones, sino para legitimarlas. La reforma, si quiere estar a la altura
del momento, tendrá que asumir esa exigencia, menos dedazo, más deliberación;
menos privilegio automático, más voto efectivo, menos simulación, más
contrapeso ciudadano. Porque la democracia no nace el día de la elección, se
sostiene todos los días, en la forma en que distribuimos la voz.
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