Teletrabajo,
invisibilidad y la paradoja del cansancio digital
¿Cuántas veces has sentido que tu jornada laboral no termina al cerrar la computadora?
El teletrabajo, esa promesa de flexibilidad y equilibrio entre la vida personal
y profesional, se ha transformado para muchos en una trampa invisible: correos
que llegan a cualquier hora, reuniones que invaden el almuerzo, mensajes
instantáneos que exigen respuestas inmediatas. El hogar, lejos de convertirse
en un refugio, se volvió la oficina sin puertas que nunca se cierran.
La paradoja es clara: mientras más conectados
estamos, menos visibles nos sentimos como personas. Nuestra identidad laboral
se mide en entregables y no en humanidad. Y detrás de la pantalla, esa falta de
límites va minando el cuerpo y la mente, generando lo que hoy se conoce como
tecnoestrés y tecnoansiedad.
El espejismo de la productividad. Después de la
emisión de Ondas Alfa de la semana pasada y, como si el algoritmo de las redes
sociales pudiera leer mis pensamientos, pues pensando en el enfoque que le
daría a la información presentada en ella, me planté el dilema del teletrabajo
y el tecnoestrés. Como por arte de las magias algorítmicas, apareció ante mí un
reel en Instagram referente al filósofo Byung-Chul Han, quien ya advertía en La
sociedad del cansancio (2010):
“El sujeto de rendimiento se explota a sí mismo
creyendo que se realiza.”
La frase captura a la perfección el dilema del
teletrabajador contemporáneo. Creemos que más horas conectados equivalen a más
compromiso, cuando en realidad se trata de auto explotación. La obsesión por
“optimizar” cada minuto y cada tarea no es salud, es desgaste. Así, la
enfermedad se convierte en culpa personal, y la fatiga se normaliza como
fracaso individual.
Lo alarmante es que esta dinámica erosiona la
autoestima: quien no responde de inmediato o pide un respiro teme ser
considerado poco eficiente, invisible o prescindible.
La medicalización del cansancio. El problema no
acaba ahí. Tal como advirtió Iván Illich en Némesis médica (1975), la
sociedad comenzó a medicalizar la fatiga. Hoy se recetan pastillas para rendir,
suplementos para no parar, “hacks” de productividad que prometen energía infinita.
La lógica es simple pero peligrosa: si hay cansancio, la solución es eliminarlo
rápidamente, sin cuestionar el origen.
El malestar, entonces, deja de verse como un
síntoma social y se convierte en patología individual. Y como bien señala
Illich, “la sociedad médica ha llegado a ser una amenaza para la salud”.
Al evitar preguntarnos por las causas de fondo
—soledad, precariedad, ritmos inhumanos—, perpetuamos la herida con cada
“arreglo rápido”.
Tecnoestrés y tecnoansiedad: las nuevas caras del
desgaste. En este contexto, no es casual que surjan fenómenos como el
tecnoestrés y la tecnoansiedad. El primero se manifiesta en la sobrecarga de
información, la presión por estar siempre disponible y la imposibilidad de
desconectar. El segundo, en la angustia de no responder de inmediato, de
sentirse incompetente ante nuevas herramientas digitales o de fallar en la
multitarea interminable.
Ambos trastornos son hijos de la falta de
reconocimiento: la empresa que no respeta horarios, el jefe que asume que en
casa se puede “aprovechar más”, la cultura que mide valor en cantidad de tareas
y no en calidad de vida.
Un llamado a la reflexión. El teletrabajo llegó
para quedarse, pero aún podemos decidir cómo habitarlo. Reconocer que detrás de
la pantalla hay un ser humano, con límites y necesidades, es un primer paso.
Implementar políticas de desconexión digital, valorar la calidad sobre la
cantidad y fomentar el descanso como parte del rendimiento, no como su enemigo,
son acciones urgentes.
Como sociedad, debemos preguntarnos: ¿queremos
vivir para producir o producir para vivir? Si el trabajo deja de ser un medio y
se convierte en el fin último, el riesgo es perder el propósito mismo de la
existencia.
Byung-Chul Han lo plantea con crudeza: en la auto explotación
creemos realizarnos, pero nos vaciamos. Y quizás el verdadero desafío no sea
“optimizar” más, sino recordar que trabajar es una parte de la vida, no la vida
entera.
El trabajo debería ser puente, no cárcel. Un
espacio para desplegar capacidades, no para desgastarlas. Mientras sigamos
confundiendo éxito con cansancio, invisibilidad con disponibilidad y salud con
rendimiento, estaremos socavando nuestra esencia humana.
La filosofía nos recuerda desde hace siglos que el
propósito del hombre no es producir sin pausa, sino florecer en plenitud:
nutrir la amistad, el pensamiento, la creatividad y el descanso. El verdadero
reto del teletrabajo no radica en la tecnología, sino en algo más profundo:
aprender a cuidarnos psicológicamente, reconocer nuestros límites y priorizar
el bienestar emocional. Sólo así podremos mirarnos más allá de la pantalla y
recuperar la dimensión más sana y humana del vivir.
Sanar es amar.
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