jueves, 2 de octubre de 2025

ONDAS ALFA


 

Teletrabajo, invisibilidad y la paradoja del cansancio digital


¿Cuántas veces has sentido que tu jornada laboral no termina al cerrar la computadora?

El teletrabajo, esa promesa de flexibilidad y equilibrio entre la vida personal y profesional, se ha transformado para muchos en una trampa invisible: correos que llegan a cualquier hora, reuniones que invaden el almuerzo, mensajes instantáneos que exigen respuestas inmediatas. El hogar, lejos de convertirse en un refugio, se volvió la oficina sin puertas que nunca se cierran.

La paradoja es clara: mientras más conectados estamos, menos visibles nos sentimos como personas. Nuestra identidad laboral se mide en entregables y no en humanidad. Y detrás de la pantalla, esa falta de límites va minando el cuerpo y la mente, generando lo que hoy se conoce como tecnoestrés y tecnoansiedad.

El espejismo de la productividad. Después de la emisión de Ondas Alfa de la semana pasada y, como si el algoritmo de las redes sociales pudiera leer mis pensamientos, pues pensando en el enfoque que le daría a la información presentada en ella, me planté el dilema del teletrabajo y el tecnoestrés. Como por arte de las magias algorítmicas, apareció ante mí un reel en Instagram referente al filósofo Byung-Chul Han, quien ya advertía en La sociedad del cansancio (2010):

“El sujeto de rendimiento se explota a sí mismo creyendo que se realiza.”

La frase captura a la perfección el dilema del teletrabajador contemporáneo. Creemos que más horas conectados equivalen a más compromiso, cuando en realidad se trata de auto explotación. La obsesión por “optimizar” cada minuto y cada tarea no es salud, es desgaste. Así, la enfermedad se convierte en culpa personal, y la fatiga se normaliza como fracaso individual.

Lo alarmante es que esta dinámica erosiona la autoestima: quien no responde de inmediato o pide un respiro teme ser considerado poco eficiente, invisible o prescindible.

La medicalización del cansancio. El problema no acaba ahí. Tal como advirtió Iván Illich en Némesis médica (1975), la sociedad comenzó a medicalizar la fatiga. Hoy se recetan pastillas para rendir, suplementos para no parar, “hacks” de productividad que prometen energía infinita. La lógica es simple pero peligrosa: si hay cansancio, la solución es eliminarlo rápidamente, sin cuestionar el origen.

El malestar, entonces, deja de verse como un síntoma social y se convierte en patología individual. Y como bien señala Illich, “la sociedad médica ha llegado a ser una amenaza para la salud”.

Al evitar preguntarnos por las causas de fondo —soledad, precariedad, ritmos inhumanos—, perpetuamos la herida con cada “arreglo rápido”.

Tecnoestrés y tecnoansiedad: las nuevas caras del desgaste. En este contexto, no es casual que surjan fenómenos como el tecnoestrés y la tecnoansiedad. El primero se manifiesta en la sobrecarga de información, la presión por estar siempre disponible y la imposibilidad de desconectar. El segundo, en la angustia de no responder de inmediato, de sentirse incompetente ante nuevas herramientas digitales o de fallar en la multitarea interminable.

Ambos trastornos son hijos de la falta de reconocimiento: la empresa que no respeta horarios, el jefe que asume que en casa se puede “aprovechar más”, la cultura que mide valor en cantidad de tareas y no en calidad de vida.

Un llamado a la reflexión. El teletrabajo llegó para quedarse, pero aún podemos decidir cómo habitarlo. Reconocer que detrás de la pantalla hay un ser humano, con límites y necesidades, es un primer paso. Implementar políticas de desconexión digital, valorar la calidad sobre la cantidad y fomentar el descanso como parte del rendimiento, no como su enemigo, son acciones urgentes.

Como sociedad, debemos preguntarnos: ¿queremos vivir para producir o producir para vivir? Si el trabajo deja de ser un medio y se convierte en el fin último, el riesgo es perder el propósito mismo de la existencia.

Byung-Chul Han lo plantea con crudeza: en la auto explotación creemos realizarnos, pero nos vaciamos. Y quizás el verdadero desafío no sea “optimizar” más, sino recordar que trabajar es una parte de la vida, no la vida entera.

El trabajo debería ser puente, no cárcel. Un espacio para desplegar capacidades, no para desgastarlas. Mientras sigamos confundiendo éxito con cansancio, invisibilidad con disponibilidad y salud con rendimiento, estaremos socavando nuestra esencia humana.

La filosofía nos recuerda desde hace siglos que el propósito del hombre no es producir sin pausa, sino florecer en plenitud: nutrir la amistad, el pensamiento, la creatividad y el descanso. El verdadero reto del teletrabajo no radica en la tecnología, sino en algo más profundo: aprender a cuidarnos psicológicamente, reconocer nuestros límites y priorizar el bienestar emocional. Sólo así podremos mirarnos más allá de la pantalla y recuperar la dimensión más sana y humana del vivir.

Sanar es amar.


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jueves, 2 de octubre de 2025

ONDAS ALFA


 

Teletrabajo, invisibilidad y la paradoja del cansancio digital


¿Cuántas veces has sentido que tu jornada laboral no termina al cerrar la computadora?

El teletrabajo, esa promesa de flexibilidad y equilibrio entre la vida personal y profesional, se ha transformado para muchos en una trampa invisible: correos que llegan a cualquier hora, reuniones que invaden el almuerzo, mensajes instantáneos que exigen respuestas inmediatas. El hogar, lejos de convertirse en un refugio, se volvió la oficina sin puertas que nunca se cierran.

La paradoja es clara: mientras más conectados estamos, menos visibles nos sentimos como personas. Nuestra identidad laboral se mide en entregables y no en humanidad. Y detrás de la pantalla, esa falta de límites va minando el cuerpo y la mente, generando lo que hoy se conoce como tecnoestrés y tecnoansiedad.

El espejismo de la productividad. Después de la emisión de Ondas Alfa de la semana pasada y, como si el algoritmo de las redes sociales pudiera leer mis pensamientos, pues pensando en el enfoque que le daría a la información presentada en ella, me planté el dilema del teletrabajo y el tecnoestrés. Como por arte de las magias algorítmicas, apareció ante mí un reel en Instagram referente al filósofo Byung-Chul Han, quien ya advertía en La sociedad del cansancio (2010):

“El sujeto de rendimiento se explota a sí mismo creyendo que se realiza.”

La frase captura a la perfección el dilema del teletrabajador contemporáneo. Creemos que más horas conectados equivalen a más compromiso, cuando en realidad se trata de auto explotación. La obsesión por “optimizar” cada minuto y cada tarea no es salud, es desgaste. Así, la enfermedad se convierte en culpa personal, y la fatiga se normaliza como fracaso individual.

Lo alarmante es que esta dinámica erosiona la autoestima: quien no responde de inmediato o pide un respiro teme ser considerado poco eficiente, invisible o prescindible.

La medicalización del cansancio. El problema no acaba ahí. Tal como advirtió Iván Illich en Némesis médica (1975), la sociedad comenzó a medicalizar la fatiga. Hoy se recetan pastillas para rendir, suplementos para no parar, “hacks” de productividad que prometen energía infinita. La lógica es simple pero peligrosa: si hay cansancio, la solución es eliminarlo rápidamente, sin cuestionar el origen.

El malestar, entonces, deja de verse como un síntoma social y se convierte en patología individual. Y como bien señala Illich, “la sociedad médica ha llegado a ser una amenaza para la salud”.

Al evitar preguntarnos por las causas de fondo —soledad, precariedad, ritmos inhumanos—, perpetuamos la herida con cada “arreglo rápido”.

Tecnoestrés y tecnoansiedad: las nuevas caras del desgaste. En este contexto, no es casual que surjan fenómenos como el tecnoestrés y la tecnoansiedad. El primero se manifiesta en la sobrecarga de información, la presión por estar siempre disponible y la imposibilidad de desconectar. El segundo, en la angustia de no responder de inmediato, de sentirse incompetente ante nuevas herramientas digitales o de fallar en la multitarea interminable.

Ambos trastornos son hijos de la falta de reconocimiento: la empresa que no respeta horarios, el jefe que asume que en casa se puede “aprovechar más”, la cultura que mide valor en cantidad de tareas y no en calidad de vida.

Un llamado a la reflexión. El teletrabajo llegó para quedarse, pero aún podemos decidir cómo habitarlo. Reconocer que detrás de la pantalla hay un ser humano, con límites y necesidades, es un primer paso. Implementar políticas de desconexión digital, valorar la calidad sobre la cantidad y fomentar el descanso como parte del rendimiento, no como su enemigo, son acciones urgentes.

Como sociedad, debemos preguntarnos: ¿queremos vivir para producir o producir para vivir? Si el trabajo deja de ser un medio y se convierte en el fin último, el riesgo es perder el propósito mismo de la existencia.

Byung-Chul Han lo plantea con crudeza: en la auto explotación creemos realizarnos, pero nos vaciamos. Y quizás el verdadero desafío no sea “optimizar” más, sino recordar que trabajar es una parte de la vida, no la vida entera.

El trabajo debería ser puente, no cárcel. Un espacio para desplegar capacidades, no para desgastarlas. Mientras sigamos confundiendo éxito con cansancio, invisibilidad con disponibilidad y salud con rendimiento, estaremos socavando nuestra esencia humana.

La filosofía nos recuerda desde hace siglos que el propósito del hombre no es producir sin pausa, sino florecer en plenitud: nutrir la amistad, el pensamiento, la creatividad y el descanso. El verdadero reto del teletrabajo no radica en la tecnología, sino en algo más profundo: aprender a cuidarnos psicológicamente, reconocer nuestros límites y priorizar el bienestar emocional. Sólo así podremos mirarnos más allá de la pantalla y recuperar la dimensión más sana y humana del vivir.

Sanar es amar.


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