La Violencia
Familiar es un Fuego que se Alimenta a Sí Mismo: La Neurociencia del Conflicto
Que Escalamos Juntos
En nuestra cultura hiperconectada, pero paradójicamente aislada, sin embargo, y pese a ello, la violencia familiar no es un evento aislado, que en muchas ocasiones atribuimos a un "mal día" o una "mala persona". Sin embargo, si nos detenemos a observarla con la lente de la psicología clínica y la neurociencia, la realidad es mucho más compleja y, a la vez, predecible. La violencia no es un rayo que cae del cielo; es, como reza nuestro tema de hoy, un fuego que se alimenta a sí mismo. Es la trágica consecuencia de un sistema relacional que ha perdido su capacidad fundamental de autocontrol y consuelo mutuo, un sistema que los psicólogos clínicos llamamos ajuste diádico.
Este fuego
emocional no se extingue porque, en lugar de regularnos, terminamos por co-desregulamos con nuestra pareja. Ambos, sin darnos
cuenta, nos convertimos en el combustible del otro, transformando cualquier
chispa de desacuerdo en una devastadora hoguera de gritos, silencios punzantes
o agresiones. No quiero soslayar que no todos los conflictos se deben a la
falta de empatía de un cónyuge por el otro, pues también es cierto que existen
individuos que simplemente sufren trastornos que los hacen
La
Codisregulación Negativa: El Combustible del Conflicto
Para entender
por qué una discusión puede escalar hasta el límite de la violencia psicológica
o física, debemos volver al concepto de la corregulación emocional
que hemos explorado. En una relación sana, la corregulación es la capacidad de
cada miembro para actuar como un ancla para el otro. Cuando uno está agitado,
el otro, con su presencia, su tono de voz y su calma, ayuda a que el sistema
nervioso del compañero regrese a la tranquilidad. Este proceso se apoya en
mecanismos biológicos maravillosos, como la liberación de oxitocina, la hormona de la calma y el apego, que se activa
con un abrazo seguro o una mirada empática.
Pero en un
entorno donde prevalece la tensión, ocurre la codisregulación negativa.
Funciona como un eco amplificado: la ansiedad de uno no encuentra un muro de
contención, sino un espejo que la refleja con más intensidad. Si yo levanto la
voz por frustración, mi pareja, en lugar de calmarse, siente miedo o rabia, y
responde con una evasión agresiva o con un contraataque emocional. El sistema
nervioso de ambos se dispara, se activa la respuesta de "lucha o
huida" y, neurológicamente, pasamos del pensamiento racional al cerebro emocional reactivo. En ese estado, la conexión se
rompe, y se abre la puerta a la explosión o al quiebre de la contención.
No es
casualidad que las parejas que recurren a la violencia muestren una alta
sensibilidad a las emociones negativas, lo que en psicología llamamos neuroticismo. Este factor, sumado a una pobre habilidad
para la autorregulación individual, garantiza que, ante el menor
estrés, la díada entre en cortocircuito.
Cuando la
Brújula de la Relación se Rompe
La violencia es
el síntoma más grave de un fallo profundo en el ajuste diádico. Este
ajuste, que es la adaptación mutua para convivir en armonía, se mide en la
clínica a través de dimensiones esenciales que, cuando fallan, nos dan una hoja
de ruta hacia el conflicto crónico.
Piensen en los
conflictos por dinero, por crianza o por el manejo del tiempo libre. Estos
temas, evaluados por herramientas como la Escala de Ajuste Diádico (EAD)
en sus componentes de Consenso y Cohesión, se convierten
en campos de batalla porque hay una falta de acuerdo fundamental. Pero el
problema de fondo no es el dinero; es la falta de expresión afectiva y empatía que se necesita para negociar sin anular al otro.
Si no podemos
comunicarnos de forma asertiva—es decir, si no podemos expresar nuestra emoción
sin agredir o culpar—la frustración se acumula como presión en una olla exprés.
Y al final, la incapacidad de validar la experiencia emocional del otro es lo
que nos aleja del apego seguro y nos acerca
peligrosamente a la violencia. Cuando una pareja vive en la constante insatisfacción y la certeza de que el otro no es una base
segura, el vínculo se vuelve un espacio de amenaza, no de refugio.
En un entorno
social y digital tan cargado de presión—como hemos visto con la influencia de
las redes sociales en la desregulación emocional y la ansiedad
que genera la comparación constante—llegamos a casa ya con nuestro termómetro
emocional en rojo. Si nuestro entorno íntimo tampoco nos ofrece un puerto
seguro, la tensión es insostenible.
La Esperanza en
la Plasticidad de la Conexión
Asumir que la
violencia familiar es un fuego autoalimentado es, paradójicamente, el primer
paso hacia la esperanza. Significa que, si el sistema aprende a quemar, también
puede aprender a sanar. La neurociencia nos recuerda que nuestro cerebro es plástico; tenemos la capacidad biológica de reescribir los
patrones de respuesta emocional.
El desafío es
dejar atrás la armadura individualista y el mito de la autorregulación
solitaria para abrazar la corregulación positiva. Es un acto de
profunda humildad y valentía reconocer que no podemos calmarnos solos y que la
calma de nuestra pareja es esencial para la nuestra.
La clave no
está en evitar el conflicto (eso es imposible), sino en aprender a usar un anclaje diádico—una palabra, un gesto—que detenga la
escalada de la codisregulación negativa. Se trata de elegir
conscientemente ser la persona que, con una respiración profunda y una frase de
contención ("Estoy aquí contigo"), le dice al sistema nervioso de su
ser querido: "Estás seguro. Juntos podemos con esto".
Amigos, la
violencia es un patrón aprendido, y por lo tanto, puede ser desaprendido.
Podemos entrenar nuestra empatía, nuestra comunicación y nuestra capacidad de
respuesta para transformar ese fuego destructivo en la llama tibia y constante
de un hogar seguro. El camino es largo y requiere un compromiso profundo, a
menudo con ayuda profesional, pero la promesa es la de un vínculo que no solo
sobrevive, sino que prospera en la seguridad mutua. La frecuencia de tu ser
merece un espacio donde el amor sea un regulador, no un detonante. El cambio
comienza cuando decidimos ser el extintor de ese fuego, y no su combustible.
Sanar es amar.



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